Opinión

El coraje charrúa

Me propuse no escribir crónicas de fútbol, porque este deporte, que tanto me gusta y practiqué, con escasa propiedad y mucho entusiasmo, desde los seis años de edad, ha derivado en un oficio mercantil y mercenario de la peor especie, al punto de ubicarse entre los tres emprendimientos más lucrativos y sucios del reino de este mundo: narcotráfico, venta de armas y fútbol. Pero ha podido más la pasión lúdica del balompié, aunque mi admirado Borges sentenciara: “Una de las pocas herencias negativas de los ingleses ha sido la de traernos el football”.

Yo tenía nueve años en 1950. Era el Mundial de Brasil. Mi padre sintonizaba la radio y escuchábamos las transmisiones de los partidos. Nuestro progenitor admiraba, sobre todo, el buen fútbol argentino, la calidad de sus gambetas y cachañas; en segundo lugar, la destreza bailarina de los brasileños, entonces favoritos para ganar en casa su primer campeonato planetario. Uruguay había obtenido el primer lugar en el campeonato mundial de 1930, secundado por Argentina, pero no estaba entre los presuntos candidatos a llevarse la corona en Río de Janeiro.

El campeonato anterior, de 1938, lo había ganado Italia; ni el 42 ni el 46 hubo certamen; tampoco Juegos Olímpicos, debido a la II Guerra Mundial. En 1934, en Francia, Italia ganó por primera vez. Pese a sus pergaminos, los ‘tanos’ fueron séptimos en 1950. El triunfo sorpresivo de Uruguay, ocurrido el 16 de julio de 1950, ante doscientos mil espectadores, pasaría a la historia como el ‘maracanazo’, para congoja irremediable de todo un pueblo futbolero que no pudo asimilar la estruendosa derrota. 

A pesar de que Friaça adelantó a los locales, los visitantes remontaron con sendos tantos de Schiaffino y Ghiggia, alzándose con un trofeo soñado e igualando las dos preseas mundiales obtenidas por Italia. Una proeza debida a un juego atildado y de buena planificación, pero, sobre todo, al coraje.

Un viejo amigo escritor, que suele medir la grandeza de los países por la superficie geográfica, quizá no hizo entonces una simple división aritmética: el pequeño país uruguayo “cabe”, en la enormidad de Brasil, sesenta y cinco veces. David contra Goliat, si empleamos la imagen bíblica. Hoy, esa comparación –de suyo pueril y antojadiza– frente a Rusia, anfitriona del Mundial 2018, a quien Uruguay acaba de propinar una goleada de 3 a 0, nos daría un guarismo de ciento treinta veces… 

Claro, esta aparente pequeñez no se trasuntó en la cancha, ni en 1950 ni sesenta y ocho años después, porque la grandeza de los pueblos nunca ha sido proporcional a su tamaño; esto nos lo enseñaron los griegos, hace dos mil años.

-Vaya proezas y heroísmos que te propones destacar –retruca Marisol, cerrando tras de sí la puerta del dormitorio, mientras se enfrasca en la lectura del último libro de Hannah Arendt, y clausura sus oídos a toda posible filtración de comentaristas futboleros, –pues si ya el fútbol es una idiotez supina, hablar y comentar sobre los movimientos de veintidós pelotudos que patean el balón es, sencillamente, una tortura–… (Textual, amiga lectora, amigo lector).

Vuelvo a ese viejo entusiasmo que marcó nuestra infancia, la adolescencia y la primera juventud, y que nos llevó, de la mano de nuestro hermano Antonio, un diestro con la pelota en los pies, a organizar campeonatos, no solo de fútbol, sino también de atletismo, en las casas de Ñuñoa y de La Cisterna, en Chacra El Olivo, en amplias convocatorias que congregaban a primos y amigos del barrio. Nuestros equipos llevaban los nombres de las admiradas selecciones de Uruguay, Argentina y Brasil (1950), de Alemania, Hungría y Brasil (1954); asimismo, nos llamábamos como los jugadores más destacados, buscando emular aquellos derroches de habilidad y despliegue físico.

Sí, eran otros tiempos. Los jugadores integraban, desde muy jóvenes, los planteles donde habían sido formados y morían con la camiseta puesta; era extraño y mal visto que un futbolista se cambiara de equipo, menos por interés pecuniario; eso era inconcebible según el espíritu deportivo al que nos consagrábamos, como si fuésemos griegos en la época de Píndaro y sintiéramos que aquel egregio poeta narraba nuestras hazañas olímpicas…

Los charrúas –ya se sabe– fueron un pueblo amerindio que vivió en los territorios que hoy conforman el Uruguay, extendiéndose hasta el sur de Brasil. Combatieron a los guaraníes y a otras etnias hermanas. Como suele ocurrir en Chile, cuando se apela al carácter indomable del pueblo mapuche, mientras se le avasalla y zahiere sin escrúpulos, los uruguayos se hacen llamar charrúas en las luchas deportivas, aun cuando de aquella etnia no quedan vestigios. Al menos, ellos conservan el respeto y la admiración epónima; a nosotros, los chilenos, ni eso nos va quedando.

Hoy, lunes 25 de junio, he disfrutado las certeras evoluciones del once uruguayo frente a la selección rusa, que venía con el respaldo de dos triunfos contundentes. Pero Uruguay, como es su tradición, no se achicó frente al poderoso rival dueño de casa, infligiéndole una contundente derrota, merced a una clase magistral de fútbol práctico y de perfecto manejo del balón.

No me extenderé en estos comentarios, bajaré el volumen del televisor, mientras Marisol disfruta a la Arendt, en medio de un silencio fructífero, mas brindaré por los uruguayos, a la espera de tener un sesudo diálogo sobre el partido de hoy con mi hermano Toño, que sí sabe de estas cosas y les imprime el gracejo de su buen humor, acompañado de un tinto glorioso y aromático. En esto, sí le ganamos a los charrúas, aunque el coraje nos llegue algo desvaído desde la bebida espirituosa.

¡Algo es algo!