Opinión

Diarios de la última Bretaña

Diarios de la última Bretaña

“En mí todo es pasado. Habito el fermento de los recuerdos, el ansia de la niebla y esa letargia, a veces dulce, de la saudade”
Ramón Loureiro

Mi gentil amiga de Sada, Regina Basadre, me ha traído desde Galicia un regalo singular, el libro de Ramón Loureiro, recién publicado por Eurisaces Editora, ‘Diarios’, con certero prólogo de César Antonio Molina.
A través del fantasioso éter cibernético, me había yo enterado de este libro y de su presentación allá, en la “Última Bretaña”, como llama Loureiro al mundo y trasmundo del finisterre gallego, al comenzar el 2016, en que él cumple medio siglo y yo acabo de enterar los tres cuartos… Pero yo le conocía hace una década, a través de hondas palabras literarias que me ayudaron a culminar mis ‘Memorias Transeúntes’ o ‘Libro de los Anhelos’.
Hará diez años, adquirí en Follas Novas, la librería gallega que visito en cada viaje a la Terra Nai, un ejemplar de ‘El Corazón Portugués’, hermosa novela de este Ramón que enriquece la estirpe creativa de otros ilustres Ramones de la Península Ibérica, esa ancha patria que hemos adoptado con la mitad del corazón, porque la otra, enraizada en las vastedades telúricas del Último Reino, es sudamericana, como este confín austral que se adelgaza, cual flecha ciclópea, para acabar en la confluencia portentosa de los dos océanos, Atlántico y Pacífico, en el cono geográfico donde estallan las aguas y concluye la bitácora de todas las aventuras.
Ramón Loureiro nos entrega una entrañable escritura, sustentada en un pasado vivo, cuyos ecos él rescata con sabiduría y propiedad, haciéndolos suyos para que convivan con el arduo presente que nos toca padecer, adentrados ya tres lustros en el siglo XXI. La fina sensibilidad del poeta que sin duda es, le lleva a lamentarse por su coexistencia en un mundo que le resulta ajeno en muchos aspectos y situaciones. Este sentirse fuera de época es propio de espíritus que asientan sus raíces en la tierra nutricia de la tradición histórica y cultural, donde convivieran, durante milenios, los pueblos, etnias y estirpes que nos hicieron posibles, cuya arcilla vital nos conforma, querámoslo o no, para ser como somos.
En un tiempo en que todo parece transarse en el atroz mercado de lo superficial, cuando el aquí y ahora nos absorben con enloquecido apremio, forzados a poseer cosas insustanciales, alejándonos del auténtico ser, Ramón Loureiro recoge y reparte entre nosotros, en un rito que se vuelve eucaristía de las palabras, sus recuerdos, vivencias, anhelos y fantasías que apenas parecen tocar la pedestre realidad cotidiana.
Más que escribir, en sentido lato, Ramón habla, dialoga y conversa con “ese que siempre va conmigo”, al decir de Antonio Machado, interlocutor que se multiplica en un nosotros del que formo –dichoso yo– parte despierta e interesada. Y es que me ocurre con este notable libro, llamado sucintamente ‘Diarios’, lo que sucede en contadísimas ocasiones: soy leído por sus páginas, a medida que camino por su constante remembranza, cuando entro en la Cocina Vieja de la Casa del Horno de Pedre y me asaltan los viejos aromas que hace treinta años percibiera, por primera vez, en la casa petrucial de A Touza, al descubrir que aquel hasta entonces inexplicable desasosiego, era la intuición inconsciente de esa Tierra que se me develaba como propia, más allá incluso de un sentido anímico y familiar de la morriña, asociada comúnmente con sensaciones primarias de ancestrales tipologías migratorias… Sí, era la pertenencia más allá del tiempo y el espacio.
En la prosa diáfana y a veces desencantada de Ramón Loureiro, prevalece sin embargo un fino humor que nos hace sonreír en la levedad precisa de sus destellos. La retranca galaica deviene aquí en sutil ironía bergsoniana, y nos trae a la memoria la sentencia de Mark Twain: “El humor es la cosa más seria del mundo”. Ramón se ríe primero de sí mismo, con misericordia de cristiano viejo, o con ribetes existencialistas, para decirnos, sin ambages: “Listo no soy, eso es verdad. Soy tonto, y así me ha ido, cualquiera puede verlo”… Hago mío su aserto, como tantas cosas de este libro, porque la nuestra es época de astutos y de audaces, tan alejados de la auténtica inteligencia como un simio tecnificado de un sabio que reflexiona sobre las miserias de nuestro tiempo.
Quisiera citar para ti, amigo lector, textos y pasajes de estos ‘Diarios’, para compartir su disfrute, pero solo es posible hacerlo con un puñado de palabras como éstas:
“Por lo general, todas las puestas de sol son muy hermosas en los Límites Occidentales de la Última de Todas las Bretañas Posibles, que es donde a veces, a última hora de la tarde, mientras la noche se acerca, se escuchan las postreras campanadas del día, que despeinan a los ángeles de melena suelta y más larga al ser lanzadas al aire las torres de las iglesias que se alzan frente al Mar Mayor, donde el continente termina”.
Y de ese pretérito remoto, que para muchos es letra muerta o ceniza estéril, Ramón revive reflexiones poéticas e interpretativas que reconfortan el espíritu:
“No cabe duda de que hubo un tiempo, más o menos el del reinado de Felipe II, en el que, como cuenta Hugh Thomas, las novelas de caballerías cambiaron muchas vidas. Entre ellas, las vidas de quienes, leyendo las grandísimas hazañas y las maravillosas conquistas de los que protagonizaban esos libros, llegaron a la conclusión de que el Destino tiene menos poder del que se le atribuye y decidieron marchar al Nuevo Mundo”.
Hay nombres y también seres entrañables que nos pertenecen –a Ramón y a mí–, como Basilio Losada, a quien conocí en el año 2002, en Santiago de Compostela, cuando me obsequiara su precioso libro ‘La Peregrina’; como Gonzalo Torrente Ballester, cuya saga novelesca, ‘Los Gozos y las Sombras’, leyéramos en casa –mi padre, mi madre y nosotros, los ocho hermanos–. Recuerdo la visita a su Fundación, conducido por mi amigo Xosé María Palmeiro, hará doce años.
Pero, sobre todo, su cercana comunión con Álvaro Cunqueiro, autor que tampoco me canso de leer, al que vuelvo con asiduidad cada vez que requiero de sus palabras luminosas, sean éstas en el gallego de mi infancia o en el rotundo castellano de la instrucción escolar.
César Antonio Molina define a Ramón Loureiro como un “creedor”, sí, un hombre de acendrada fe, no exento de esa angustia existencial que acomete también a descreídos o agnósticos como Fernando Pessoa (como yo mismo, si se me excusa la pretensión comparativa). Así, el oficio de este sillobrés se traduce en “escribir no para explicar, sino para entender”. Y más adelante, apunta el lúcido prologuista:
“Loureiro está en el Finisterre de Europa… y escribe como Ovidio redactó sus quejosas ‘Cartas de Ponto’: con palabras (aquellas en latín, éstas en gallego-castellano o viceversa) que son lágrimas. Lágrimas de dolor, pero no de renuncia, no de claudicación, sino de afirmación. Desde el extremo del mundo, desde el extremo de la vida, el diario de ambos se convierte en una patria, el exilio como una patria. La escritura como acontecimiento, la escritura como ley de esa patria nueva”.
Basilio Losada nos decía que él posee nueve patrias. Ramón Loureiro tendrá otras tantas, o quizá menos, tal vez la Última Bretaña sea la primera de ellas, aunque yo creo que la de Sillobre también lo será; como para mí lo es aquel pequeño villorrio, enclavado en los montes del sur de Lugo, de nombre enigmático, A Touza, donde pude haber nacido, quizá, por un prurito estético y amoroso del subjuntivo.
Y ya para terminar esta crónica, que pugna por extenderse, como los viajes de su mentor, aventurero de la fantasía, León Daniel María Bonaparte, personaje y alter ego en los magníficos ‘Diarios’, me declaro compatriota en plenitud y compañero de travesía, entre confines y finisterres, de Ramón Loureiro. 
Así sea.