Opinión

Comercio justo

Te confieso, amigo (a) lector (a) que la expresión “comercio justo” me suena tan contradictoria como la “ética empresarial”, aunque podrás echarme en cara mi sesgo ideológico, tal como me dijera un ex amigo neoliberal, convencido hasta la médula de que los grandes centros comerciales del siglo XXI reemplazan, con evidente ventaja, a las catedrales de otrora, constituyéndose en auténticos templos de la religión consumista, para servir al credo indiscutible y planetario de la fe globalizada, esa que pregona el escritor Guido del Valle como síntesis insuperable de la filosofía de todos los tiempos, sin necesidad de guías ni de maestros, que para eso están los “celulares” de última generación, donde el saber no ocupa tiempo ni lugar y su acceso se mueve a la velocidad de la luz, pese a que no ilumine a nadie, como sí lo hiciera antaño el noble fanal del Siglo de las Luces.

Ayer vi, en la espalda de dos guardias municipales vestidos de negro, en letras amarillas, este lema propugnado por el pedáneo Alessandri y por los plutócratas parapetados hoy en La Moneda: “comercio justo”… Se trata de proyectar una imagen de orden público en los principales centros peatonales de gran concurrencia y ajetreo, limpiándolos de vendedores callejeros, para favorecer, de paso, al “comercio establecido”, ese que sí opera bajo los rangos de la justicia económica (ahora incurro en un oxímoron, pues no hay nada quizá más opuesto a todo móvil justiciero que esta economía feroz, concebida como hidra devoradora, en donde los tiburones se tragan sin piedad a los pequeños peces).

En el café, una mujer entrada en carnes y en años, preguntaba a viva voz, como si estuviese en un foro: –“Y por qué no obtienen un permiso municipal los vendedores ambulantes, y ya está”. Han de saber ustedes que los últimos permisos otorgados por la Municipalidad de Santiago se expidieron en 2016, por periodos entre uno y dos semestres, renovables según criterio de la autoridad. Pues bien, menos de un cinco por ciento de ellos han sido renovados y no se otorgarán otros “hasta nuevo aviso”. Por lo tanto, los miles de comerciantes callejeros que no los poseen quedan, de manera tácita, fuera de la ley, a merced del ensañamiento de carabineros, guardias municipales o custodios del Metro, quienes pueden (y deben) perseguirlos a toda costa.

Otro tanto ocurre con los centenares de músicos callejeros, condenados a la misma suerte, aunque éstos parecen más tozudos y se las arreglan para cantar en el transporte público o en las veredas.

Las vistosas medidas de represión, acompañadas de amenazadores perros policiales y aun de briosos corceles, provocan la satisfacción de los pequeñoburgueses y de todas las huestes conservadoras de nuestra pacata sociedad isleña. Pero esto solo brilla en la superficie visible del centro metropolitano y de las comunas menos populares, porque los millares de vendedores clandestinos no pueden ser eliminados; se trataría de una masacre con ribetes genocidas, y para tanto no da, por ahora, la impronta autoritaria del nuevo régimen. Así es que se les aplica la misma filosofía de los conjuntos habitacionales para pobres: alejarlos hacia la periferia, donde van a estar pero se verán menos, sin perturbar la paz confortable de los más afortunados y protegidos.

Por estos días, hemos podido apreciar, a través de los informativos de televisión, las violentas disputas territoriales, surgidas en sectores del poniente y del sur de Santiago del Nuevo Extremo, de vendedores ambulantes, chilenos y extranjeros, luchando por un espacio para vender sus productos y llevar a sus hogares el escurridizo sustento.

Entre los numerosos tópicos con los que se falsea la realidad, está el de asociar, sin más, a estos comerciantes callejeros con la delincuencia que opera en la vía pública. Habría que precisar algunos hechos, puesto que la mayoría de estos “trabajadores libres” lo hacen por simple necesidad cotidiana, laborando como cualquier proletario. Además, muchos de estos vendedores operan por cuenta de comerciantes establecidos que los utilizan, sin tener que pagarles ningún tipo de asistencia social ni beneficios contractuales, para vender mercaderías de difícil salida en sus locales, infringiendo toda norma y saltándose la obligación de pagar impuestos; incluso, reduciendo mercancías robadas.

Aquí cabría analizar la segunda frase contradictoria u oxímoron: “ética empresarial”. Supongamos que alude a ciertas normas y reglamentaciones para evitar los abusos más aleves cometidos en el ejercicio de esa vastísima ocupación llamada “comercio”, que comprende desde un Paulman, dueño de hipermercados, hasta un Soto, que lustra zapatos en Plaza de Armas. Ambos son empresarios (que no es equivalente a emprendedores), pero lo que varía es el universo donde cada uno de ellos debiera poner en práctica los presupuestos de su ética, de aplicación tan dudosa y problemática como los objetivos trazados por ambos para operar, económicamente hablando.

En los últimos años hemos padecido patéticos ejemplos; el más bullado, por características e implicaciones que lindan con lo grotesco, quizá sea el de la colusión monopólica del papel higiénico, tras cuyo descomunal abuso, doce millones de chilenos esperamos el depósito bancario de siete mil pesos por cabeza, según la multa aplicada por la “justicia” a los encumbrados ladrones de cuello y corbata de las compañías de celulosa, que aún no se hace efectiva, pese a las fachendosas declaraciones de los Matte Larraín, sátrapas y propietarios de este fundo o hacienda llamado Chile.

Como ciudadanos comunes (hablo por mí y por muchos de mis lectores cautivos), la experiencia nos dice que mientras más arriba de la pirámide económico-social se encuentren los empresarios, más difícil es que se sometan a reglas de comportamiento que tengan que ver siquiera con un atisbo de justicia. Peor aún, estamos bajo el imperio abusivo y avasallador de casi todas las grandes empresas de bienes y servicios, que operan y actúan sin rostros humanos visibles, sin interlocutores a los que mirar a la cara. Se trata de poderes incontrarrestables, que te tienen –al decir popular- cogido por los cabellos o agarrado de ciertas partes pudendas, sin escapatoria posible, a su soberana voluntad.

Thomas Bernhard, en uno de sus célebres diarios, El Origen, apunta: “La ciudad de Viena se dividía en dos sectores: en el primero, vivían los comerciantes; en el segundo, sus víctimas”.

Estuve ayer a punto de preguntarle a uno de los guardias que ostentaban el lema de marras: –“¿Y te pagan un salario justo por exhibir la frasecita?”. Pero me abstuve, no fuera a ocurrir que la justicia se volviera en mi contra y me ajusticiara en plena vía pública.