Opinión

El anatema cotidiano del trabajo

El anatema cotidiano del trabajo

Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, apelo a lo que en su juicio hay del de Dios; a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, a las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista (donde)  el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica. Comparad a los “purasangre” de los establos de los Rothschild, servidos por una legión de bímanos, con las pesadas bestias normandas, que aran la tierra, acarrean el abono y transportan la cosecha a los graneros. Mirad al noble salvaje que los misioneros del comercio y comerciantes de la religión no han corrompido aún con sus doctrinas, la sífilis y el dogma del trabajo, y mírese a continuación a nuestros miserables sirvientes de las máquinas…

Esto escribió Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx, en su breve libro El Derecho a la Pereza, como vibrante refutación al Derecho al Trabajo consagrado en el apronte revolucionario francés de 1848. El texto de Lafargue apareció en L'Egalíté, semanario de 1880, serie segunda, provocando una breve conmoción entre los revolucionarios europeos.  Lafargue propone la revolución social y la consagración del tiempo personal, único bien apetecible y a la vez enajenado al ser humano, para consagrarlo al desarrollo de las ciencias y de las artes; en suma, a la satisfacción de las necesidades espirituales. 

El autor, junto a su esposa, fue expulsado de la casa, de su venerable suegro, fundador ideológico del marxismo. Hasta los albores de la Revolución Bolchevique, el opúsculo fue muy popular en Francia y en Alemania, alcanzando cierta notoriedad entre los anarquistas españoles. (Recordemos que el único país en el mundo donde el anarquismo constituyó la primera fuerza política, fue la España del primer lustro de los años 30’ del siglo XX, a través de la FAI, Federación Anarquista Ibérica y de su propia Confederación del Trabajo). Los revolucionarios rusos dictaminaron que el libro de Lafargue era contrario al nuevo sentido del trabajo que preconizaba el materialismo científico, como herramienta necesaria para advenir a la sociedad sin clases.

-Usted y sus citas, por lo general marxistas o filomarxistas.

-No se apure. Podría referirme incluso a pensadores como Thoreau, quien, desde el trascendentalismo estoico, fustiga la filosofía pequeñoburguesa de su tiempo, a la que usted adhiere ahora, con el condimento del consumismo tecnologizado.

-Bueno, siga…

Recuerdo que en un concurrido almuerzo, en nuestra casa de La Cisterna, hará sesenta y cinco años, se hablaba en la sobremesa sobre el tema del trabajo, tópico muy presente entre los emigrantes que lo sacralizaban como medio y vocación de progreso y su consiguiente ascensión social… Aún no conocíamos las exhortaciones de la militancia Opus Dei, que irrumpiría en el clan, décadas más tarde, con su monserga de ofrendar el trabajo diario a Dios, “realizándolo con esmero, celo y amor cristiano, dando ejemplo de alegría y entrega a Cristo en su ejercicio”. Esta actitud o ética de élites adineradas omite, por supuesto, la base misma del sistema capitalista: la explotación del hombre por el hombre, cuyo móvil no ha cambiado en cinco siglos, pese a toda la cosmética aplicada.

Me desvié del recuerdo, caro lector… Vuelvo a él. A mis doce años de edad, ya me gustaba meter baza en las conversaciones de los adultos. En esa ocasión, aprovechando una inusual pausa de silencio entre tanto falador, dije: -“El trabajo honra y dignifica”. De inmediato, recibí un coscorrón de mi padre encima de la oreja izquierda. –“¿Por qué me pega?” –le pregunté. –“Por huevón –me respondió… Ya te enterarás de la tontería que dijiste”.

Cabe hacer estas reflexiones –me digo, hablando con el que siempre me acompaña– cuando has cumplido cincuenta y siete años bajo la rutina que se inicia a las seis un cuarto de la mañana, con el canto del gallo o sin él, de lunes a viernes (en época temprana, durante cinco años, comprendía también el sábado), para llevar a cabo un ritual insatisfactorio y a menudo enajenante, aligerado con los sucedáneos de la imaginación íntima, allí donde ningún patrón podrá importunarte, sobre todo mientras caminas, ejerciendo el esperanzador rito de acariciar la piel de las callejuelas, con tus pasos ávidos y el ritmo sostenido de un pulso que quisiera conjugar otros sonidos, otros despertares, otras expectativas.

Leyendo en Cuentos Reunidos, de William Faulkner, el texto “Hojas rojas”, comencé a hilar esta crónica en el magín. En la referida historia, recogida por el autor, junto a otros relatos, en el grupo  “La Tierra Inexplorada”, Faulkner recurre a personajes de la tribu de los Choctaw, integrante de los llamados “pieles rojas” que habitaron los vastos territorios regados por el inmenso río Mississippi. Por medio de la narración ficticia, el autor nos revela uno de los rasgos más significativos –a mi juicio– de esa enorme eclosión de culturas que fue la invasión europea en las tres Américas: del Norte, del Centro y del Sur, más allá de la explicación canónica del choque violento de sus cosmogonías. Sí, me refiero a la concepción del tiempo cronológico y, dentro de ella, al anatema bíblico del trabajo: “…Obtendrás el pan con el sudor de tu frente”. Precepto político y moral, base de comportamiento, hecho regla impuesta por los voraces emprendedores del capitalismo invasor, a los menos favorecidos; en este caso, los pueblos autóctonos de las inacabables comarcas que iban apropiándose.

 Pero el yugo del trabajo, infligido en beneficio de los apropiadores: capitanes, sacerdotes, cortesanos y leguleyos, resultó para los indígenas más letal que el reemplazo forzoso de sus dioses por la cruz vuelta espada, en especial para aquellas etnias cuyos individuos aún no vivían sujetos a la agricultura –como fuera el caso de incas y aztecas–, sino en la libertad sin fronteras del nomadismo y la caza. Fue el caso de los nativos de Norteamérica y de algunos pueblos del Caribe y de Sudamérica, como nuestros vilipendiados Mapuche.

El invasor precisaba de mano de obra, gratuita primero, mucho después asalariada a vil precio, para extraer la riqueza y para obtener la servidumbre. Los indígenas se resistieron, no porque fuesen “flojos y haraganes” como se les tildaba (aún se dice, entre nosotros los chilenos, que los Mapuche lo son, para justificar su centenario saqueo y progresivo aniquilamiento). Al someterlos a una rutina implacable de doce o más horas al día, se les privaba de su libertad y de su tiempo; se les imponía el infierno del presente –la única medida válida de su existir– para extraerles un esfuerzo que carecía para ellos, por completo, de sentido. Esto les llevó, paulatinamente, a la deshumanización o al exterminio. Hubo que reemplazarlos, entonces, con otra “mano de obra” más solícita: los negros traídos de África, esclavos del sudor y campeones del vigor físico.

Faulkner, con su habitual e inigualable penetración estética, narra las peripecias surgidas de otro choque étnico: el de los indígenas de Norteamérica frente a los negros afroamericanos esparcidos por el sur de los Estados Unidos, incluso durante dos o tres décadas posteriores al término de la Guerra Civil. No reflexiona ni lucubra, sino que cuenta y exhibe, a través de personajes vívidos, algo que hace meditar al lector. El indio “piel roja” ha sido esquilmado por el blanco, sometido por la pólvora y el constante ultraje, pero sus escasos descendientes, en las postrimerías del siglo XIX, aún mantienen resabios de la vieja dignidad libertaria. En contacto con los esclavos venidos de África, que supondríamos sus iguales en términos de sujeción, manifiestan ante ellos su desprecio, no por la forzada aquiescencia ante el blanco, sino por la sumisión pasiva al yugo del trabajo. Para los nativos de las otrora “indómitas praderas”, es inconcebible acatar la cadena del sudor cotidiano. Así lo expresan en los diálogos de “Hojas rojas”, el cuento al que me refiero:

-“De siempre tengo dicho que ésta no es la manera buena. Antaño no había ni cabañas ni negros. Entonces, el tiempo de un hombre era todo suyo. Tiempo tenía, sí. Ahora ha de pasar la mayor parte buscando trabajo para los que prefieren sudar antes que hacer.

-“Son como los caballos y los perros.

-“No son nada en este mundo si el mundo es sensato, que lo es. No se contentan sino con sudar. Son peores que los blancos…

-…”Tú lo has dicho. No es la manera buena. Antaño las cosas se hacían de la manera buena. Pero ahora no.

-“Tampoco tú te acuerdas cómo era antaño.

-“He oído a los que sí se acuerdan. Y he probado esta manera. No se hizo el hombre para sudar.”

Y como en este oficio, que para mí es de leer y escribir, se van entrecruzando los hilos de la memoria y las ideas aparecen cuando menos se piensa, como truchas que saltan para atrapar los mosquitos que vuelan sobre el torrente, susurrándonos palabras y sucesos en apariencia extraviados, he urdido estas asociaciones sin otra pretensión que contártelas, como a menudo lo hago, amable lector, cada vez que puedo apartarme del arado numérico y contable al que alguien me ató un día… Y puedo decirte que vuelvo a sentir en el cuero cabelludo el duro coscorrón de mi padre.

-Hmmm, esto que usted narra me suena también a utopía sesgada… Porque sin trabajo no hay fruto posible.

-En eso estamos de acuerdo, pero no en que el trabajo constituya enajenación, es decir, que mi tiempo se transforme en fruto benéfico para usted u otros, mientras  se torna carga acerba para mí.

-Usted exagera; yo no le veo ni triste ni amargado…

-Bueno, tengo las fieles palabras y el báculo del humor que me acompaña en los caminos. En todo caso, prefiero la utopía de mis sueños libertarios al sofisma humillante con que nos fustiga el sistema: la imposible productividad sin límites que usted y los suyos propugnan como absurda panacea.

-No me confunda; ese es otro tema, que da para largo, pues hablar de economía es cosa muy seria. Sigamos en lo nuestro.

-A Dios rogando y con el mazo dando, entonces. Aunque yo no tenga divinidad propicia y mi mazo sea solo esta vieja pluma.