Opinión

Barro mal cocido

Somos levadura, barro y un extraño soplo divino.La raza humana evoluciona de forma sostenida y de manera portentosa hacia un fin impredecible. En ese caminar podemos llegar a las estrellas, conquistar otros espacios en la galaxia o perdernos en la nebulosa de nuestra propia autodestrucción.
Somos levadura, barro y un extraño soplo divino.
La raza humana evoluciona de forma sostenida y de manera portentosa hacia un fin impredecible. En ese caminar podemos llegar a las estrellas, conquistar otros espacios en la galaxia o perdernos en la nebulosa de nuestra propia autodestrucción.
La noción aristotélica de la virtud del ingenio se ha superado, mientras los valores interiores de la raza humana, o por lo menos aquellos deseados por los filósofos –de Platón a John Rawis–, se han venido deteriorando.
Ahora bien –y si valiera de consuelo– nada de esto es nuevo al haber demolido, desde del mismo instante en que un ser humano pobló las sementeras del planeta, y de manera incesante, la incomparable hermosura contenida en la existencia.
Acabamos de leer en un periódico, entre otras noticias agrupadas, una que ocupa escasas líneas: “La esclavitud no ha desaparecido. Miles de personas, la mayoría mujeres y niños, siguen bajo el yugo de brutales déspotas en diversos países y no siempre de los llamados del Tercer Mundo”.
La esclavitud existe hace más de cinco mil millones de años, y ahora mismo se sigue comercializando con humanos cual si fuera ganado. A algunos de esos grupos sojuzgados se les llama, ambiguamente, emigrantes.
Existió un tiempo donde el único comercio consolidado era la esclavitud. Ciudades-imperios –Tebas, Cartago, Fenicia, Atenas, Constantinopla, Bagdad, La Meca–, llenaban las bodegas de sus navíos y caravanas con carne humana. Era la mercancía más deseada y la mejor cotizada.
Si Roma fue una potencia durante siglos, se lo debe a la compraventa de cautivos avasallados. Existían empresas organizadas igual a un holding moderno, con casa matriz y sucursales en el mundo conocido, e igualmente docenas de empleados encargados de acarrear los mejores ‘productos’ desde los más alejados rincones de África, Asía, estepas de Rusia, costas mediterráneas y Medio Oriente.
Jamás un negocio dio tanto. La mayoría de los gobiernos europeos mantenían, bajo tapadera –para no incomodar a la Santa Madre Iglesia que observaba con un ojo medio abierto y otro bien cerrado–, departamentos específicos dedicados a la adquisición de mujeres y hombres con la misión de llevarlos a sus posiciones de ultramar.
Fue un lucro próspero y dejó más doblones en las arcas que cualquier otra transacción remunerativa.
A estas alturas de la pequeña crónica, no será dramático afirmar que la práctica de la esclavitud constituye un crimen contra la Humanidad, cuyas víctimas siguen sufriendo efectos escalofriantes.
Muchos de esos emigrantes apesadumbrados en nuestras ciudades del siglo XXI, llegaron a ellas entre los vericuetos de mafias dedicadas a su explotación. Algo tan espeluznante como hace cinco milenios.
Cambió la era, no el dolor punzante.