Opinión

Aquel ‘sueño dorado’ de la unidad europea en el siglo XIX

Aquel ‘sueño dorado’ de la unidad europea en el siglo XIX

Quien más había agitado, devastado y casi sacado de quicio a comienzos del siglo XIX tenía un nombre: Napoleón Bonaparte. Tras su derrota de Waterloo, terminaba de extinguirse su figura en el escenario político. Su postrera y tormentosa aparición en ese gran teatro europeo había durado cien días. Después, los estadistas del Viejo Continente –a cuya cabeza figuraba el príncipe Metternich, ministro del exterior de Austria– trataron de restaurar los antiguos cauces del orden y concierto de Europa. El Congreso de Viena, empero, además de sus frutos no provocó aquella anhelada serenidad; al contrario, generó la incertidumbre y el temor de los patriotas que deseaban ver el levantamiento de nuevos estados: los estados nacionales, olvidándose del llamado “equilibrio de potencias”, así como de los viejos sistemas de gobierno monárquico.
La pretensión era la de “liberalizar” la política, fundamentalmente la vida social, al igual que cercenar y limitar en el futuro, a través de constituciones, el poder de los gobernantes. He ahí el combate entre los liberales innovadores y la restauración, que exhibía más confianza en el pasado que en el devenir. Ataques y contraataques, provocaciones y represiones conmocionaron el transcurrir de aquellos años. Nació la “censura de la prensa” y de los libros –no olvidemos que el estado, creyéndose con derechos a ello, decidía lo que se podía leer–, el acecho de los sospechosos y la persecución de los “demagogos”.
Y estalló la revolución. Primeramente en Francia, Polonia, Bélgica, Alemania y Austria; más tarde, en 1848, nuevamente agudizada en Francia y en tierras alemanas y austríacas. Las tropas salieron a las calles y los antiguos “ordenamientos” se tambalearon, mas no se extinguieron, sino que, manteniéndose firmes, se reforzaron. En vano luchaba por entonces la iglesia de San Pablo de Frankfurt con su primera asamblea nacional alemana, a fin de dar a luz una “constitución” de Alemania. No obstante, el fracaso fue taxativo y con signos de desastre.
“Se olvidó la grandiosa meta de la unidad de la Europa Central, sueño dorado de las guerras de liberación, plasmándose en su lugar una exacerbada rivalidad entre Prusia y Austria. Sólo al zanjarse ésta quedó vía libre a un imperio alemán, en realidad sólo una ‘mínima solución alemana’ bajo la égida de Prusia; menguado resultado frente a las esperanzas de decenios, materializadas casi ya en la iglesia de San Pablo”, escribe Egon Schramm en el prólogo del libro Pintoresca vieja Europa, ‘Das Topographicon’, de Verlag Rolf Müller, Hamburgo, República Federal Alemana, 1970.
Este imperio alemán emergió, por así decirlo, “a contrapunto” y a consecuencia de que Francia precisó muchos años para sacudirse la indescriptible deuda dejada tras de sí por Napoleón y para recobrar su “influencia” en Europa. ¿Y quien iba a predecirlo? Otro Napoleón –osado en demasía– fue quien volvió a depauperarla. Entre tanto, desde Cerdeña y el Piamonte, conjuraba ya el conde de Cavour la unificación de Italia, imponiendo a Austria un repliegue histórico. Inglaterra se mantuvo distante del acontecer de Europa: celosamente encastillada, dentro de su “espléndido aislamiento”. En efecto, durante el siglo XIX, asentó su “constitución” e igualmente su imperio cosmopolita, al socaire de un indiscutible poderío naval.