Opinión

Con el plasma en la cabeza

Con el plasma en la cabeza

Me contaba un trabajador mayor que en la primera campaña electoral a la presidencia de Rafael Caldera Rodríguez, 1968, le había escuchado decir que los “trabajadores no tenían derecho a tener un ‘pick-up’ (tocadiscos)”.
Es lo que tiene ser pobre, arrastrar la pobreza desde tiempos inmemoriales. Visto desde el maní que tenía debajo de la gomina, Caldera (y muchos de su clase), los pobres tienen derecho a la educación básica, a ser posible incompleta, a vestirse, a comer carbohidratos, a emborracharse con licor barato los fines de semana y a ganar salarios mínimos. El resto es coto exclusivo de aquellos que todo lo tienen y todo lo substantivo les es adjetivo.
Así, Rafael Caldera sí tendría derecho a tener tocadiscos porque sabría qué música (exquisita) poner en él. Lo mismo ocurre con otros aparatos, con la cubertería, con la loza fina, con las ollas de diseño, pero… la socialización del consumo trajo
‘perrajez’ en los contenidos y ahora el supermegaplasma de altadefinición (HD por su siglas en inglés) sirve para ver a Cristina Aguilera, a los raperos de Puerto Rico y las telenovelas.
Es la democracia del capitalismo. No sólo para ver al director austríaco, Herbert Von Karajan, dirigiendo en el televisor de plasma.
No es una aberración que un niño que pide en la calle gaste la limosna en videojuegos y no en un plato de caraotas, porque no sólo de caraotas vive el hombre.