Opinión

Traducir a Rosalía

Cuando yo era un niño, Rosalía de Castro podía ser en nuestra casa –un modesto hogar de inmigrantes gallegos, en el centro-sur de Buenos Aires– tan cotidiana como el pan y la sal. Su presencia y su palabra aparecían vivas, en el aire, de repente, sin haberlo previsto, casi como si formara parte del aire mismo que se respiraba, y en una casa donde no había demasiados libros nunca faltó uno suyo. Y sus versos emergían de pronto, en medio del fragor mismo de los días vividos, citados sin pensarlo, espontáneamente, como se escucha casi inconscientemente el arrullo de una fuente muy conocida, bien cercana, límpida y habitual.

Sólo mucho tiempo después, con los años y las ineludibles experiencias que acarrean, llegué a vislumbrar que aquella esencia casi inefable, de tan cotidiana, era también muchísimas otras cosas. La presencia de otra gente y de otra tierra. E, incluso, de otra infancia, vivida en otra parte, que vino a confundirse con la mía.

Pero también la presencia de una inmensa mujer, casi mítica, siempre de transida sonrisa melancólica, doliente (que luego llegaría, no sin cierta sorpresa, a identificar con la de mi propia madre, tan similar) que, de una honda tragedia personal –ser hija natural de un sacerdote, en el ámbito aldeano de una Galicia rural enclaustrada en la España decimonónica–, milagrosamente sublimada, había llegado a convertirse en paradigma de su pueblo.

Un genio de la poesía y, en consecuencia, como bien dijo Dante, de una lengua que, gracias a su canto, volvía a erguirse, y a resurgir, después de siglos de inmerecido e involuntario oscurecimiento. Y también uno de los pocos románticos españoles que valga la pena. Todo eso consiguió Rosalía de Castro (1837-1885), acaso sin proponérselo, como dije de manera inefable. Y también lo imposible: ser hondamente ella misma, y ser también la voz misma de su pueblo, y ser (al mismo tiempo, inescindiblemente) una gran figura universal, universalmente reconocida y admirada.

Pero en mi infancia, como dije, ella era algo más fuerte que ningún convencionalismo o convencimiento intelectual. En una de las primeras actividades sociales de mi vida, al salir del patio de mi casa paterna para pisar el amplio vestíbulo de entrada al Centro Gallego de Buenos Aires, la presencia (para un niño, imponente) de su estatua no me la volvió fría, lejana o inaccesible. Seguía siendo una “llama de amor vivo” –como bien acuñó Juan de Yepes a su propia experiencia, que lo hizo llegar a ser San Juan de la Cruz– que, como el antiguo milagro de la poesía encarnada, como el inmarcesible logos griego, podía ser ella misma y ser los otros, los suyos y los de todas partes.

Por eso recibí con tanta emoción, mucho tiempo después, a comienzos de 1997, la invitación a traducirla (1). Era una nueva editorial argentina, y me propuso seleccionar una antología bilingüe, dejándome entera libertad. Como me ocurre en estos casos, entré casi en estado de trance y, durante un período que no sabría precisar pero sentí intenso y concentrado, me entregué a esa lengua que había mamado de los labios de mis padres, en mi infancia felizmente bilingüe, intentando en este caso por medio de mi propia ósmosis interna lo que siempre me pareció audaz, utópico, irrealizable: traducir una poesía lograda, por lo tanto ineludiblemente encarnada en su propio idioma, a otro.

La antología se concretó, e incluso tuvo buena repercusión, no sólo en la Argentina, mi país de nacimiento, o en Galicia, el país de mi sangre. Como bien dijo Paul Valéry, el exigente poeta francés, una de las mentes más lúcidas de este siglo en cuanto a reflexión literaria, todo poema resulta “esa oscilación prolongada entre el sonido y el sentido”. Lo que, al cuajarse, tembloroso, cuando milagrosamente se da, lo convierte en un ser vivo de lenguaje, autónomo y soberano, cuya carne y sangre y aliento es el idioma en que está escrito. ¿Cómo animarse, entonces, a esa operación de alta cirugía, de cirugía de riesgo, que es intentar traspasarlo con vida de un idioma a otro?

Yo, que lo he intentado tantas veces, con diversos poetas de diferentes idiomas, confieso que es algo del todo inalcanzable. Lo más que uno puede llegar a conseguir, lealmente, son aproximaciones, versiones, acercamientos, rodeos. Que siempre, o casi siempre, deberán elegir inexorablemente entre sonido y sentido, entre la carne y el aliento del poema. Nunca se logrará traducir cabalmente eso que, precisamente, el poema logrado agrega de más a las palabras del lenguaje que ejerce. Pero, también, y con la misma honestidad, es humanamente imposible dejar de intentarlo. Más aún, es necesario tratar de hacerlo. (Por algo dijo, ese gran humanista latinoamericano que fue Pedro Henríquez Ureña, que “cada generación debe tratar de traducir a su Homero”).

Traducir a Rosalía resultó para mí una auténtica catarsis. Como si fuera la misma hierba viva de mi infancia, crecida en mi memoria, en este caso me dejé fluir de uno a otro de los dos idiomas en que me crié simultáneamente, tratando sin forzarlo de que el canto de Rosalía fluyera también –con sonido y sentido– en esta otra lengua que, después de todo, ella también empleó. (¿Cómo no recordar, aquí, que el mismo Pier Paolo Pasolini, quien comenzó escribiendo poemas en friulano, el idioma de su madre, siendo su autor no logró él mismo traducirse sino en prosa al italiano?)

Traducir del gallego al castellano fue, a la vez, para mí, en mí mismo, casi orgánicamente, tomar conciencia de sus límites y de sus riesgosas similitudes. (Algo que quizás, por otra parte, debe haber tenido que ver con mi temprana e ineludible vocación por la poesía.) Nadie puede, humanamente, traducir nunca del todo eso tan inefable, ricamente expresivo, bello y logrado en sólo tres palabras: “Cómo chove miudiño”. Y para dejar de algún modo bien plasmada mi conciencia de tal hecho, pedí que el título mismo del libro quedara en gallego.

Aunque podría hacerlo, yo no quiero juzgarme, en un sentido digamos apenas literario. Rosalía era, en mi infancia, como el pan y la sal, compartidos y accesibles, en la mesa familiar, en la mesa de todos. De algún modo, inefable, ahora también, también lo sigue siendo. Y eso resiste hasta a una traducción.

(1) Airiños, airiños aires, de Rosalía de Castro, selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso (Ameghino Editora, Buenos Aires, 1997).

Poemas de Rosalía de Castro

Selección y traducción de Rodolfo Alonso

Campanas de Bastabales…

 

Campanas de Bastabales,

cuando os escucho tocar,

me muero de soledades.

 

 

I

 

Cuando os escucho tocar,

campanitas, campanitas

sin querer vuelvo a llorar.

 

Cuando de lejos os oigo,

pienso que por mí llamáis,

y las entrañas me duelen.

 

Duelo de dolor herida,

que antes tenía vida entera

y ahora tengo media vida.

 

Sólo media me dejaron

los que de allá me trajeron,

los que de allá me robaron.

 

No me robaron, traidores,

¡ay!, unos amores locos,

¡ay!, unos locos amores.

 

Que los amores ya huyeron,

las soledades vinieron...

De pena me consumieron.

II

 

Allá por la mañanita

me encaramo a los oteros

ligerita, ligerita.

 

Como una cabra ligera,

a oír de las campanitas

la campanada primera.

 

Primera de la alborada,

que me traen los airecitos

por verme más consolada.

 

Por verme menos llorosa,

en sus alas me la traen

retozona y quejumbrosa.

 

Quejumbrosa y tiritando

entre la verde espesura,

por entre el verde arbolado.

 

Y por la verde pradera,

por sobre la vega llana,

retozona y retozona.

 

III

 

Despacito, despacito,

voy por la tarde callada

de Bastabales camino.

 

Camino de mi contento;

y en tanto el sol no se esconde

en una piedra me siento.

 

Y sentada estoy mirando

la luna que va saliendo,

el sol que ya se va echando.

 

Cual se echa, cual se esconde

mientras que corre la luna

sin saberse para donde.

 

Para donde va tan sola,

sin que a los tristes que miran

ni nos hable, ni nos oiga.

 

Que si oyera y nos hablara,

muchas cosas le dijera,

muchas cosas le contara.

IV

 

Cada estrella, su diamante;

cada nube, blanca pluma;

la luna, triste adelante.

 

Delante va clareando

vegas, prados, montes, ríos,

donde el día va faltando.

 

Falta el día, y noche oscura

baja, baja, poco a poco,

por montañas de verdores.

 

De verdor y de follaje,

salpicadita de fuentes

a la sombra del ramaje.

 

Del ramaje donde cantan

pajaritos piadores

que con la aurora se alzan.

 

Que a la noche se adormecen

para que canten los grillos

que con la sombra aparecen.

V

 

Corre el viento, el río pasa.

Corren nubes, nubes corren

en camino de mi casa.

 

De mi casa, de mi abrigo;

se van todos, yo me quedo

sin compañía ni amigo.

 

Yo me quedo contemplando

los fuegos de las casitas

por quien vivo suspirando.

 

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

Cae la noche..., muere el día,

las campanas tocan lejos

el toque de Ave María.

 

Ellas tocan por que rece;

yo no rezo, los sollozos

ahogándome parecen

que por mí van a rezar.

 

Campanas de Bastabales,

cuando os escucho tocar,

me muero de soledades.

 

Adiós, ríos; adiós, fuentes...

 

Adiós, ríos; adiós, fuentes;

adiós, arroyos pequeños;

adiós, vista de mis ojos;

no sé cuándo nos veremos.

 

Tierra mía, tierra mía,

tierra donde me crié,

huertita que quiero tanto,

higueritas que planté,

 

prados, ríos, arboledas,

pinares que mueve el viento,

pajaritos piadores,

casita de mi contento,

 

molino del castañar,

noches claras de gran luna,

campanitas timbradoras

de la iglesia del lugar,

 

frutos de las zarzamoras

que yo le daba a mi amor,

senderos entre el maíz,

¡adiós, para siempre adiós!

 

¡Adiós, gloria! ¡Adiós, contento!

¡Adiós casa en que nací,

dejo la aldea que conozco

por un lugar que no vi!

 

Dejo amigos por extraños,

y la vega por el mar,

dejo, en fin, cuanto más quiero...

¡Quién pudiera no dejarlo...!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

Mas soy pobre y, ¡mal pecado!,

la tierra mía no es mía,

que hasta le dan de prestado

la orilla por que camina

al que nació desdichado.

 

Los tengo, pues, que dejar,

huertita que tanto amé,

higuerita de mi hogar,

arbolitos que planté,

fuentecita del lugar.

 

Adiós, adiós, que me voy,

hierbitas del camposanto

donde papá se enterró,

hierbitas que besé tanto,

tierrita que las crió.

 

Adiós, Virgen de Asunción,

blanca como un serafín:

os llevo en el corazón;

y pedidle a Dios por mí,

mi Virgen de la Asunción.

 

Ya se oyen lejos, muy lejos,

las campanas de Pomar;

para mí, ¡ay!, pobrecito,

nunca más han de tocar.

 

Ya se oyen lejos, más lejos...

Cada tañido, un dolor;

me voy solo, sin amparo...

Tierra mía, ¡adiós!, ¡adiós!

¡Adiós también, queridita...!

¡Adiós por siempre quizás...!

Te digo este adiós llorando

desde la orilla del mar.

 

No me olvides, queridita,

si muero de soledad

tantas leguas mar adentro...

¡Casita mía! ¡Mi hogar!

¡Silencio!

 

Mano nerviosa y palpitante el seno,

las nieblas en mis ojos condensadas,

con un mundo de duda en los sentidos

y un mundo de tormento en las entrañas,

sintiendo cómo luchan

en sin igual batalla

inmortales deseos que atormentan

y rencores que matan,

mojo en la propia sangre dura pluma

rompiendo vena hinchada,

y escribo..., escribo..., ¿para qué! ¡Volveos

a lo hondo del alma,

tempestuosas imágenes!

¡Id a morar con los muertos recuerdos!

¡Que la mano temblando sólo escriba

palabras, y palabras, y palabras!

¿La idea de forma inmaculada y pura

dónde quedó velada?

Cuando pienso que te fuiste…

 

Cuando pienso que te fuiste,

negra sombra que me asombras,

al pie de mi cabecera

vuelves haciéndome mofa.

 

Cuando te imagino ida

hasta en el sol te me asomas,

y eres la estrella que brilla,

y el viento eres que rezonga.

 

Si cantan, tú eres quien canta:

si lloran, tú eres quien llora;

y eres murmullo del río,

y eres la noche, y la aurora.

 

En todo estás y eres todo,

para mí y en mí tú moras,

ni me abandonarás nunca,

sombra que siempre me asombras.

 

 

 

 

 

(Versiones de Rodolfo Alonso)