Opinión

No hay paz para Octavio Paz

No hay paz para Octavio Paz

Adelina Dalessio de Viola no sólo supo aprovechar su, para ellos, insólita condición de clase media hasta erigirse en concejal y diputada por Ucedé (el minúsculo agrupamiento neoliberal argentino donde Álvaro Alsogaray sermoneaba con las fatales recetas económicas de Martínez de Hoz, el ministro de la dictadura, antes de verlas superadas por Menem), sino que logró esfumarse de la política para devenir, según las malas lenguas, uno de esos repentinos multimillonarios de quienes ya no se habla.

Pero ella sí lo hizo. En el diario La Nación, de Buenos Aires, el 7 de mayo de 1988 aseguró que “hoy leemos a Guy Sorman, Hernando de Soto, Octavio Paz y Vargas Llosa”. Y al decirlo no hacía sino seguir el movimiento con que el gran dinero y la gran prensa intentaban apoderarse de todo Octavio Paz, distorsionando sus tempranas críticas al terror stalinista y su redescubrimiento del verdadero liberalismo para adjudicárselo, domesticado como a tantos otros conversos hacia la derecha.

Porque Paz, nacido en plena Revolución Mexicana (1914), era hijo de Octavio Paz Solórzano, uno de los fundadores del Partido Nacional Agrarista, asesor legal de Emiliano Zapata y su representante en EEUU, involucrado en la reforma agraria y en las transformaciones educativas de José Vasconcelos. Él mismo, apenas recibido, en 1937 parte a Yucatán dentro de las misiones pedagógicas de Lázaro Cárdenas. Y lo que es más significativo, ese mismo año integra la delegación mexicana al célebre Congreso de Escritores Antifascistas convocado en Valencia por los republicanos españoles, mientras arreciaba la guerra civil desencadenada por el franquismo.

Comenzaba su tarea de escritor (poeta, ensayista, traductor, crítico), el éxito de cuyos primeros títulos iba a convertirlo en hombre público. Polemista agudo, convencido humanista, su figura crece como su influjo, rodeada de admiraciones y rechazos. Pero algo hay que reconocerle: en 1968, tras 24 años de diplomacia renuncia en rechazo a la feroz represión gubernamental que produce muchos muertos y heridos, durante la masacre de Tlatelolco, entre los estudiantes mexicanos.

Medio siglo después de aquel legendario Congreso de Valencia, se convocó a los sobrevivientes. Entre ellos Octavio Paz y eso le provocó un gran texto: “El lugar de la prueba”. Lo reprodujo La Nación, el 8 de noviembre de 1987, pocos meses antes de que doña Adelina intentara adscribirlo como vimos al neoliberalismo dominante. Pero fue en ese texto donde descubrí una vertiente suya no debidamente percibida. Dice el inminente Premio Nobel mexicano: “porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y el mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica”.

En su significativo libro La otra voz / Poesía y fin de siglo, Paz se explicita claramente: “hoy las artes y la literatura se exponen a un peligro distinto: no las amenaza una doctrina o un partido político omnisciente sino un proceso económico sin rostro, sin alma y sin dirección. El mercado es circular, impersonal, imparcial e inflexible”.

Y no mucho después, en su libro Al paso, al ser entrevistado en 1990 veo que afirma Paz, ya Premio Nobel: “Pienso en la solapada dominación del dinero y el comercio en el mundo del arte y la literatura. Las leyes del mercado no son estrictamente aplicables a la literatura, al pensamiento y al arte. Las potencias meramente comerciales, regidas por el criterio del éxito y la venta, tienden a la uniformidad-máscara de la muerte”.

Podría ser casualidad. Pero el 25 de agosto de 1992, durante un reportaje que también incluyó La Nación, leo: “Es muy grave que el relativismo social actual se convierta en un nuevo absolutismo basado en esta idea: las cosas no tienen valor, tienen precio. Este es el camino por el cual una sociedad se destruye”. Y añade: “Cuando yo era joven el gran enemigo del arte eran los Estados autoritarios. Esta amenaza ha sido sustituida por otra mucho más sutil: la amenaza del mercado, que lo relativiza todo. Estas son las grandes amenazas modernas. El mecanismo del mercado no tiene ideología, acepta todas, las usa todas, no respeta ninguna y se sirve de todas ellas”.

Y por si fuera poco, en una entrevista de Jacques Julliard para Le Nouvel Observateur poco antes de morir, en 1998, reitera Paz: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros”.

Podría citar más, pero ya es suficiente. Intuyo que llegó la hora de pensar a Octavio Paz en su complejidad, sin anteojeras de izquierda o derecha. No quiero decir que esta reiteración que acabo de citar sea la única. Pero siento que le debemos considerarlo íntegramente, desde nuestra propia perspectiva sí, pero en toda su  fecunda complejidad. Al menos, así comenzó a ocurrir donde algunos no lo hubieran esperado: intelectuales cubanos han impulsado un seminario de análisis y discusión a fondo para la entera obra de Paz.

Después de todo, al concluir en 1987 “El lugar de la prueba”, tras haber vuelto a Valencia 50 años después de aquel congreso antifascista junto a tantos intelectuales, Octavio Paz sólo recuerda nada menos que esto: “en fin, y ante todo, el trato con los soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de escuela, los periodistas, los muchachos y las muchachas, los viejos y las viejas. Con ellos y por ellos aprendí que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido. Esto que digo no es una figura literaria. Una noche tuve que refugiarme con algunos amigos en una aldea vecina a Valencia mientras la aviación enemiga, detenida por las baterías antiaéreas, descargaba sus bombas en la carretera. El campesino que nos dio albergue, al enterarse de que yo venía de México, un país que ayudaba a los republicanos, salió a su huerta a pesar del bombardeo, cortó un melón y, con un pedazo de pan y un jarro de vino, lo compartió con nosotros”.

¿Alguien capaz de expresar eso no merece que volvamos a pensarlo de nuevo? Yo mismo me lo pregunto.