Opinión

Regresar a Granada

Ha trascurrido un tiempo largo para poder regresar a la ciudad de las alboradas, el viento de Sierra Nevada y los bulbos de las rosas sangrantes; las aguas del Darro, los palacios Nazaríes y de Carlos V uncidos en La Alhambra, sus capiteles, el patio de los Arrayanes, Albaicín y las celosías con amores inflamados tras el ensortijado de las querencias furtivas.
He retornado a Granada y Federico no estaba. Caminé a la Huerta de San Vicente –“si muero, dejad el balcón abierto”–, al barranco de Viznar cercano a Alfacar. En tal lugar, en alguna parte del cielo azulado y un aire con sabor a pena honda, al amparo de olivos y búhos asustados, el poeta dormita al cobijo de este invierno colmado de hojas mustias, tierra húmeda y geranios ajados.
El escribidor fue al encuentro del ‘Romancero Gitano’, y Granada, su Vega colmada de limoneros agrios, chumberas y ortigas aceitunadas, seguía sintiendo dolores de parto ante aquel asesinato cobarde y demencial.
La ciudad apestaba a misterio y a cierto desdén melancólico al traspasar los umbrales del moruno barrio de la Almacería. Si el alma se detenía en una arista bajo dinteles repujados loados por el mismo Alá, se podían escuchar las lágrimas de Boabdil, el último rey nazarí, al perder la joya más agraciada de su corona: Granada, la ciudad siempre gitana y sola.
Durante más de 70 años se creyó que los restos de Federico García Lorca estaban enterrados en Alfacar, en la alquería de sus recónditas alucinaciones.
Aquella noche de terror inhumano, un miedo que se podía cortar con una navaja brillante afilada en la luna, le acompañaron Francisco Galadí Melga y Joaquín Arcollas Cabezas, dos banderilleros; igualmente el maestro de Pulianas, Dióscoro Galindo González. Los cuatro, al unísono, como una nana inacabada, aún pasean por la dehesa en sombras.
Hoy sabemos que murió al alba, de espaldas, a la vuelta de la curva de un camino donde, al escuchar los sonidos sangrantes de los fusiles, los surcos se volvieron lagrimones de fuego.
En esa balaustrada, al compás malévolo de cantos de cigarras, se hizo brisa el juglar de la mejor lírica popular española.
Federico representa la España despedazada con rostro de Laocoonte enfebrecido, es decir, la destemplanza embetunada recubierta de toronjas agridulces.
Rafael Alberti lo expresó una amanecida: “En esta noche en que el puñal del viento / acuchilla el cadáver del verano, / yo he visto dibujarse en mi aposento / tu rostro oscuro de perfil gitano”.
“¿A que no me encuentras?”. Cierto, ni el torito en celo ni nadie ha hallado aún su tumba.
Y ante esa apremiante necesidad volví a Granada. Escarbé en los arroyos, dentro de los pozos de agua, en las fraguas, e íntimamente, con aprensión, rasgué las ramas de los almendros, y Federico no estaba.
Lo sabía: sigue jugando con nosotros a la gallinita ciega hasta que le digan que se adormecerá infinitamente en La Alhambra.