Opinión

Juguete quebrado

Tal vez con sabia certeza lo ha dicho Machado (don Antonio): “Hojas del árbol caídas juguetes del viento son”.
Ese es el contenido de la croniquilla de ahora mismo.
Estuvo en los recovecos venezolanos Diego Armando Maradona Franco ‘El Pelusa’. Antaño ídolo del balompié y en la actualidad artefacto tronchado, enfermo y cada vez con menos luces en el intelecto.
De lo que ha sido en el césped ya no queda nada, tal vez anécdotas marchitas.
Maradona Franco es actualmente una especie de cromo caduco, un ser que ha dilapidado su vida una y más veces. Nunca asimiló el triunfo, se embelesó con las lisonjas, dejándose arrastrar sin cortapisas en el mejunje de los vapores alucinógenos.
Fue llevado a Cuba con el deseo de aliviarle sus desarreglos. Fidel Castro Ruz lo usó, igual que las autoridades políticas y deportivas de Argentina, pero nunca se le curó; le dejaron hacer en la isla lo que bien le apetecía. Se pasaba noches completas en las discotecas de La Habana o en bacanales privadas, siendo arrebatado de esos tugurios al alba como un saco de desperdicios y depositado en un psiquiátrico varias de semanas.
Uno siente lástima. En el fútbol fue uno de esos genios que la propia naturaleza moldea a su semejanza, es decir con truenos, relámpagos y algún que otro remanso de armonía. Los que le han visto jugar con esa habilidad innata para producir goles, lo siguen idolatrando.
El Pibe en el campo, con un balón entre sus piernas arqueadas, era algo sobrenatural; después, en el labrantío humano, barro mal cocido. Y es que los fetiches suelen volverse seres caprichosos, y aún estado además bañados en multitudes, se hallan solos en su interior. Son hojas resbalosas del frondoso árbol de la vida.
“Diego era una pelota” y lo que parece un requiebro, es simplemente el reflejo de su composición como hombre. ‘El Pelusa’ debería haber tenido un balón en sus ojos y un cerebro que le ayudara a distinguir entre lo conveniente y lo incorrecto.
El muchacho nacido en los arrabales de Río de La Plata y que llegó a conseguir para Argentina en 1986 una Copa del Mundo, fue un meteorito en lo que a buen fútbol se refiere.
Su mal no ha sido otro que el no saber confrontar y nivelar la idolatría que sentían hacia él los fanáticos. Tuvo que padecer muchas desilusiones. Estaba construido para jugar al fútbol, pero ante la vida era manejable como solitario junco.
Lo hemos escuchado hablar –hacer muecas– en la televisión. Daba pena. Dolor hondo. Era un endeble junco quebradizo.