Opinión

Vergüenza

El Mediterráneo es un perpetuo narrador de historias anónimas empujadas por un hálito cambiante. Ahora, partiendo de Marsella, es mistral; más tarde, tramontana al rozar las costas de Nápoles a la vera de los acantilados de Torre del Greco, los farallones de Sorrento y la isla de Capri. En algún lugar de los arenales de Túnez se le susurra jamsin. Siempre es el mismo viento con variados nombres.
Al cruzar las columnas de Hércules, sobre Gibraltar y Ceuta –antiguo e ignoto punto del mundo perdido–, el céfiro se vuelve vendaval tras convertirse previamente en levante o siroco.
Lawrence Durrell, en los bajíos de la Alejandría, puso en los labios de uno de sus personajes que “el Mediterráneo es de una pequeñez absurda; por la duración y grandiosidad de su historia lo soñamos más grande de lo que es”.
Este mar no es simplemente grande o pequeño; es, y mucho, un océano gigantesco cuando de ramalazos y ausencias se trata.
Los emigrantes que exasperadamente parten de todos los puntos cardinales del África negra y profunda, llegan a las desnudas costas de Mauritania o Marruecos y suben, por el precio de todos sus ahorros en una patera para hacer la travesía de la muerte o consumar un sueño, saben de vientos despiadados y traicioneros igual a fieras en celo, en cada recodo del sinuoso camino húmedo.
En medio de tantas reseñas informativas de los medios en los primeros días del presente mes, hay una que, por repetitiva, parece cansina y sin un ápice de interés general, cuando la misma sigue siendo el drama aterrador de los emigrantes africanos perdiendo sus vidas al encuentro de una playa en las costas de Europa. Son tan comunes esas desventuras que apenas merecen unas líneas. Dios o Alá nos perdonen.
El pavoroso drama sucedido en la isla italiana de Lampedusa con unos 250 emigrantes africanos, es el ácido pan de cada día. El papa Francisco ha dicho acongojado que es “una vergüenza en nuestra conciencia de seres humanos”.
Otro año más, y el “Mar de las Civilizaciones” contempla indiferente sobre las altas atalayas de sus promontorios, y hasta con morbosa curiosidad, la recogida de cadáveres apiñados en los afilados litorales, igual a racimos de uvas sobadas por las moscas.
Sobre ese dolor incontenible, en medio de una indiferencia ya cotidiana, una pregunta: ¿Por qué tanta indolencia con los hendidos y desamparados expatriados del mundo?
La respuesta solamente se hallará en la inmensidad de nuestras conciencias.