Opinión

Querencias de vida

A lo lejos, en la parte de la necrópolis donde se hayan enterrados los masones, algunos suicidas, los no creyentes y protestantes de los baptisterios luteranos, siento venir la perenne canción de madre. Ella, cuando intuye mi llegada, mucho antes de acercarme a las tapias de los difuntos, tatarea melodías para envolver mi ánimo.

A lo lejos, en la parte de la necrópolis donde se hayan enterrados los masones, algunos suicidas, los no creyentes y protestantes de los baptisterios luteranos, siento venir la perenne canción de madre. Ella, cuando intuye mi llegada, mucho antes de acercarme a las tapias de los difuntos, tatarea melodías para envolver mi ánimo.

Está sentada deshilachando hierbajos para atar ramilletes con hojas de acebo, esa fronda sagrada de la buena suerte. Debió haberse levantado temprano ya que todo cerca de ella está limpio, ordenado.

- Madrugó mucho, madre.

Volvió la cabeza y me observó como si me esperara y dejó entrever, entre la comisura de los labios, una sonrisa.

- Hoy es el cumpleaños de Diana y le estoy preparando un presente.

La muchacha, a la que madre siempre llama “la arrebatadora del amor”, es una joven que él único hombre que tuvo de verdad, la marcó hasta lo profundo de las entrañas. Un mal día la zurció a puñaladas. Llegó al cementerio rota, hecha pedazos, y madre con mucha paciencia, usando hierbas medicinales de los campos vecinos y los pocos conocimientos de anatomía que aprendió en la amarga guerra civil, fue reconstruyéndola de nuevo. A hora Diana vuelve a cimbrear su cuerpo entre los nichos y más de una muerte se desespera al verla. Posee un amor silencioso, un militar muerto en duelo de honor, que solamente atina a mirarla y a lanzar suspiros lacónicos.

- Pobrecito, comenta madre. Demasiado mayor para Diana, pero no puede controlar su corazón y éste vibra nada más verla. Ella está sola y golpeada, pensando siempre en aquel canalla que la encerró en esta parte de las sombras. El anciano soldadesco solísimo. Jamás he visto que viniera a verlo nadie. Al principio, hace de estos mucho tiempo, una señora de mediana edad solía traer un ramo de rosas y colocarlas sin decir palabra sobre la losa. Un día dejó de venir y las últimas flores terminaron convertidas en carcoma.

- El amor, madre, es una fruta que nunca está madura.

- ¿Y el tuyo hijo mío?

- Corretea en los canales de la sangre. Está quieto, adormecido. Hace tiempo que se encuentra sosegado. ¿Pero hablemos de ti?

- ¿De mis desaciertos?

- El soldado es de tu misma edad.

- El hombre necesita otro cuerpo para calentarse él y la cama, pero a la mujer le sobra con sus recuerdos. Yo los he tenido y ahora colman mis soledades. Por otra parte, ya no soportaría otros sudores que no fueran los míos. Si alguna ventaja posee mi vejez, es que sigue guardando frescos los últimos besos de un hombre.

- No conozco esa historia.

- Tampoco la voy a describir. Madre cuando quiere se hace esquiva, y lo consigue. Me acerco a su lado y acaricio su rostro. Zalamera, si bien no lo diga con palabras, necesita cariño. Tomo una de sus manos endebles y la llevo a mi rostro, necesito sentir el palpitar de sus venas, volver a ser niño a su lado.

- ¡Si así fuera siempre criatura de mis entrañas!

Lo dice en un tenue susurro para que ni el aire de la tarde lo perciba.

Eso es amor por encima de las frías lápidas. Lo expresó Quevedo: “Quien lo probó lo sabe”.