Opinión

Necesidad de unir palabras

Necesidad de unir palabras

Cada hombre o mujer posee un terreno baldío interior en el que vamos desgranando nuestros abatimientos o afabilidades afectivas. 

El armenio William Saroyan trazó epístolas aposentado en la Rue Taitbout de la ciudad de París que aún hoy conmueven. En esa urbe matizada de brumas, piedras memorables, bohemia y alucinaciones, el autor de ‘Me llamo Aram’, nos dejó un vasto legado literario.

Uno, separado en la distancia y menos capacitado, suele unir palabras en un piélago de la costa mediterránea a la que el exilio venezolano nos ha llevado. 

Debido a ese fundamento quejumbroso soy un escribidor de cortos retazos cuya única causa interior al día de hoy es justificar en lo posible la pretensión –vana sin duda– de no pasar al completo olvido.

La conocida polémica de Marcel Proust y Sainte-Beuve sobre las relaciones entre la persona de un escritor y su obra, donde el primero afirmaba que la creación es producto de un “yo” del propio autor, tiene en nosotros una veracidad clara, ya que, aunque escribamos croniquillas sobre cualquier efímero suceso, en ellas salen a relucir o se introducen por su propia cuenta, detalles de nuestro reducido espacio en la ciudad marina en la que hemos encallado igual a barcaza a la deriva.

Somos irremediablemente parte de las circunstancias que nos rodean, y ellas nos condicionan.

Los enfatizados prosistas, esos seres mimados de la creación, la genialidad y el intelecto, son capaces de ver en una hojuela caída, el soplo de la brisa, un canto de ave, la expresión de un niño o cierto ramalazo hendido del corazón, un poema que trascenderá más allá del propio hipogeo en que seremos depositados.

A nosotros, aun creyendo poseer el “oficio de las letras”, nos sirve de bien poco al momento de intentar hacer páginas escritas, esas que cuando otros las leen, sienten como una conmoción interior que, como el buen vino, dejan un poso en los labios y una sensación placentera en los entretelones del espíritu.

Alguien dijo que la creación llega después de diez horas delante de una cuartilla. No lo sé. Hay libros para enseñar a escribir, no obstante, creemos que son tan nulos como un tratado dedicado a enseñarnos cómo debemos amar. 

El malagueño Pablo Ruiz Picasso fue certero: “Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando”.

Nuestra necesidad de ensamblar palabras con humedales de alguna lágrima furtiva, un revés cotidiano o, como en este mismo momento, dejar correr el tiempo, ese gran escultor del que hablaba Marguerite Yourcenar, se nos hace cuesta arriba. 

Escribir no es placentero, tampoco la supervivencia, al ser las dos acciones un ir cuesta arriba, no obstante, una vez delante de la cuartilla blanca no quedan muchas opciones; una –a la que nosotros nos agarramos– intentar reflejar la realidad y las incertidumbres que nos envuelven, al ser ellas porciones inexorables de la condición humana con sus grandezas y profundos vacíos.