Opinión

La luz no nace en Europa

La luz no nace en Europa

Intentamos releer una vez más ‘Los palacios de la memoria’ de la turca Alev Lytle Croutier, una saga familiar desarrollada en la ciudad de Esmirna que marcha paralela con la historia convulsionada del país.

Abrimos el libro y volvemos a cerrarlo. Demasiadas evocaciones formadas con hojas de menta y olor a salitre en sus páginas.

Hay en esta hora nona un aleteo de viento rozando los cristales de la ventana en la ciudad mediterránea en la que ahora moramos y eso parece ser el origen de creer que la existencia es un cúmulo de pequeños acontecimientos que unos se vuelven inmensos y otros, igual a motas de polvo, terminan amontonan en las comisuras de la piel.

De lo vivido suele perseverar una exhalación envolvente; las más, hondas aflicciones que el tiempo ayuda a disipar y solamente nos deja, nítidos y casi palpables, los clementes instantes del tiempo ido y con él las añoranzas que se niegan a desaparecer y uno agradece que así sea.

Vuelvo a tomar otro libro. Repaso las páginas de Jorge Luis Borges ‘El tamaño de mi esperanza’, dando siempre gracias al nirvana por haberlo encontrado apenas salí de la adolescencia.

En esas dobleces está lo que el ciego de Rivadavia sería para siempre una vez cruzados los zaguanes de Palermo; algo menos acicalado, con demasiados giros criollos, es verdad, pero todo él dulcemente malévolo, punzante y rioplatense mezclado de niebla inglesa y humedad escandinava.

Ese anhelo de Borges experimentado al comienzo de 1926 en una carta a los argentinos, el tiempo lo matizó de tal forma que solamente se mantiene en vilo el apego intrínseco a la tierra que algunos, más prosaicos que otros, llamarán Patria. 

“A los criollos les quiero hablar –comienza su epístola–: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa”.

Cuando así se expresó tenía 27 años. Sesenta añadas más tarde, cansado del país de Evaristo Carriego, pedía ser enterrado en Ginebra (Suiza), lejos del rugido de la pampa, el compadrito díscolo, los caminos del Sur, la acera de enfrente, los árboles de Belgrano y el cielo ceniciento sobre Villa Ortúzar.

Escribía en castellano con su alter ego Pierre Menard, mientras escarbaba, para encontrar palabras esdrújulas, en un tal apócrifo William Shakespeare.

Aun así, siempre regresaba a su orillera ciudad platense. Sentía por ella una querencia celosa, y eso lo expresó bien cuando ya camino del cementerio de los Reyes, camposanto ginebrino en el que reposa, dijo: “Me gusta tanto Buenos Aires que no me gusta que le guste a otras personas”.

La tierra en la que se nace se vuelve perdurable en nuestras entrañas más allá de toda inmensa aventura que hayamos remontado.