Opinión

Hotel Kempinski

Han pasado 23 años y pareciera que fue ayer. “No hay nada hecho por la mano del hombre que tarde o temprano el tiempo no destruya”. Palabras de Cicerón.El Muro de Berlín no existe, se volvió recuerdo, una amarga utopía: quedan trozos sueltos. Ahí la ciudad cometió un desliz: debió haber dejado metros de ese armatoste de cemento a modo referencial de un pasado aterrador.

Han pasado 23 años y pareciera que fue ayer. “No hay nada hecho por la mano del hombre que tarde o temprano el tiempo no destruya”. Palabras de Cicerón.
El Muro de Berlín no existe, se volvió recuerdo, una amarga utopía: quedan trozos sueltos. Ahí la ciudad cometió un desliz: debió haber dejado metros de ese armatoste de cemento a modo referencial de un pasado aterrador.
Durante la última visita a la ciudad nos hospedamos en el recuerdo languidecido, un emblemático edificio guardián de ficciones mundanas: El Hotel Kempinski en el paseo Kusfürstendamm.
Abrió sus puertas en 1897, y todavía sigue siendo un clásico de las añoranzas marchitas.
Tras la Segunda Guerra Mundial se le llamó el hotel de la ‘guerra fría’. En sus aposentos de ambiente sibilino, políticos, espías, artistas, periodistas y mujeres hermosas crearon un ambiente de cine negro que aún perdura.
Destruido tras los bombardeos rusos y reconstruido en 1952, volvió a recuperar su antiguo esplendor. Al presente sigue siendo cita obligada de los que acudan al Ku´damm. Tomar el té en sus melancólicos salones, guarda el encanto de una ceremonia berlinesa canonizada.
En esa urbe, alzada sobre una llanura inmensa, se siente el viento de la estepa, y cada paseante puede remover en ella sus propias tristes nostalgias.
“El Berlín de Bismarck o de Hitler, el Berlín donde ondea la bandera roja o el Berlín donde resuenan las notas del ‘Ángel Azul’, el Berlín de Gropius o el de Gras”, nos iba tarareando el guía que nos llevaba, casi en volandas, entre los ensortijados de esa dilatada posguerra que ha durado hasta la caída del Muro.
La existencia más dura de los berlineses la marca la historia reciente, y esa es la causa de que los edificios vanguardistas y modernos, el cine, los teatros y la puerta de Brandeburgo –punto álgido donde comienzan el Oriente y el Occidente– sean el caduco encanto de una metrópoli irresistible, cuya razón vivencial es perpetuar el valor de la libertad en su más amplia acepción.
El 9 de noviembre de 1989, hacia las 11 y 15 minutos de la noche exactamente, centenares de personas acuden a los pasos fronterizos divisorios de Berlín Este, y en tropel, cual si fueran una migración de aves en busca del calor del sur, avanzan desde la parte oriental y rompen a centelladas el murallón sangrante.
Esa hora entre dos luces, Europa respiró vientos nuevos, y el humanismo del continente, que había nacido en los cafés de la ciudad y fue borrado a pólvora por el nazismo, volvió envuelto en bocanadas de brisa cantarina.
La lección del desplome de esa sinrazón es una e indivisible, y ya lo había expresado don Miguel de Cervantes y Saavedra cuatro siglos, y poco más, antes: “Por la libertad y la honra, se puede y se debe aventurar la vida”.
Berlín retozó esa esquela libertaria con arrojo y se levantó de sus cenizas. La Europa de ahora mismo, la del Mercado Común, tan pusilánime ella en diversos aspectos, no debería olvidarlo.