Opinión

Del Sava al Danubio

Robert D. Kaplan aseveraba que cuando John Reed llegaba a Belgrado, una vez instalado en el hotel Moskva, se dirigía hasta el parque de Kalemegdan. La visita del autor de ‘Diez Días que conmovieron al mundo’ se producía en el intervalo de las ocupaciones austrohúngaras, recordando después que sobre aquella altura había una asombrosa vista del río Danubio, el Sava y las grandes llanuras expandidas hacia la frontera magiar. Y es después, al volver de regreso por la calle Pariska, cerca del solar del antiguo hotel Srbski Kralj –Rey Serbio–, lugar de hospedaje de Rebeca West, prosista de ‘La oveja negra y el halcón gris’, y entrando al bulevar Kneza Mihaila, nos damos cuenta de la hermosura de la ciudad eslava.
Esta parte de Belgrado guarda la esencia de una modernidad caduca sin restarle cadencia. Sus calles mantienen el sabor de un pasado pegado a las piedras: grandes soportales, lucidos enrejados y los pequeños patios colmados de madreselvas y bejucos que el viajero va encontrando a su paso.
La ciudad, enclavada en la confluencia del Sava con el Danubio, es un eslabón convulsionado de Serbia. Llamada Singidunum, fue en un tiempo dominio de celtas, hunos, sármatas y ostrogodos. En 1521 llegaron los turcos y se mantuvo bajo el control de la media luna hasta 1866. Elegida años después capital del imperio de los serbios, croatas y eslovenos, terminó en 1929 siendo centro del Reino de Yugoslavia.
El viajero llega de Zúrich y recala en el hotel Metropol. Apostado en la mitad del inmenso bulevar de la Revolución.
Visita obligada es el parque de Kalemegdan. Levantado en un promontorio denso, se divisa una parte amplia de la ciudad bajo su ladera y el sereno cauce de los dos ríos madre que aquí se dan un abrazo, después de ser frontera entre Bulgaria y Rumania, se vuelen salitre en el Mar Negro cerca de Constanza.
“Lo protervo –dijo la guía que nos acompaña– es esa capa de barniz del pasado tan distinto en cada nación. Somos occidentales, pero no nos conocemos. El mundo de cada uno se encierra en sí mismo creando la amarga soledad del tumulto”.
Departía la joven, degustando un licor agrio de ciruela, con la sapiencia del dolor que ansía ser olvido.
Los serbios han vivido entre crespas montañas, encajonados valles y espesos bosques. No son rudos: lo parecen al haber sido siempre difíciles de someter, por eso las falsas leyendas sobre este pueblo nos hacen olvidar que, gracias a su carácter indómito, Europa central ha sobrevivido hasta el día de hoy. 
El catolicismo nació en el Oeste, la ortodoxia en el Este. En medio, un mar de diferencias suscitando posiciones conflictivas.