Opinión

Cuando no había dioses

Cuando no había dioses

Los balcones son promontorios en los que, en noches revestidas de insomnio, asomamos el cansancio interior al hálito taciturno de la vereda, lugar en que encalló hace años el barco de la existencia. De aquí, posiblemente partamos en la barcaza de Caronte hacia la eternidad o la nada.
Esta última noche la azotea se hallaba en brumas y los ruidos de la cercana autopista se habían disipado. Pocas veces sucede, sin embargo, en esta ocasión se estaba bien allí. Media luna colgaba en lo alto. Ninguna nube. Quieta soledad. La cercana discoteca de las hijas de Lesbos, arrecife del amor escondido y dulcificado, tan ruidosa siempre, tenía cerradas sus contrapuertas; los alborotadores de la noche se fueron disipando y había en el ambiente de la hora de maitines acariciando laúdes, era el sosiego de la suave calma interior.
Era el intervalo de soltar la entelequia delirante. Frente a nosotros, tomando forma, levantándose entre la luz opaca, una lobreguez imprecisa marcaba los contornos severos del emperador Adriano acompañado de su médico Hermógenes. La fiebre regresaba. Esa misma mañana habíamos realizado un trabajo arduo sobre su imperio apoyándonos en las páginas escritas por Marguerite Yourcenar, partiendo de la frase inolvidable de Flaubert: “Cuando los dioses no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un tiempo único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”.
Al César lo contemplo absorto en el espejo de mis fanales; más que eso: envejecido. Su abatimiento interior es templado. Enterró hace poco el cuerpo hermoso de su joven amante Antínoo, y él, un dios, dueño del mundo conocido, llora cual un niño abandonado en medio de la oscuridad. Su dolor se desnuda como un bosque en el otoño, y siento piedad al contemplarlo tan afligido. 
Es atrayente lo que puede revelar un balcón convertido en eremita en medio de las tinieblas de la noche. Por él van desfilando, entre las trochas de la existencia, vivencias cotidianas, espíritus que nos inquietan y van a nuestro lado en una interminable procesión, arrastrando aprensiones, esperanzas furtivas, un largo cortejo de aleluyas y fingimientos, donde al final uno es el espectador único en la comedia evocadora de su propia vida. 
Regreso a las páginas memoriosas del divino Adriano Augusto que la autora de ‘Opus nigrum’, tras dejar a Zenón partir de Brujas hasta volver a ella para practicar con la muerte, fue hilando en las propias agujas de Penélope la despedida del conquistador de los Partos:
“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo… todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”.