Opinión

Un chaco azul bruñido

En estos años de entretiempo tornasolado en Caracas he vuelto a la Valencia del Cid, la ciudad en la que trabajé en un diario –‘Las Provincias’– antes del ir al Caribe 40 años atrás. Actualmente poco tenemos que decirnos. El tiempo languidecido se hizo un murallón. Debemos empezar a transitarlo de nuevo.
Camino hacia las dunas en la Albufera en este corto recorrido trashumante de los recuerdos furtivos.
La vista que contemplaba en esa hora en que el sol se alza sobre el horizonte, era placentera. Una brisa, envuelta en salitre, movía las ramas del carrasco, en estos surcos de pinares y palmitos. Lo dije en susurro: “Esas aguas brillando al fondo, detrás de esos enebros helados, son parte de tus viejos recuerdos”.
Bien lo sabía. Había regresado a la arena de tantas querencias, y era como si la esencia de lo que soy formara parte de su arenisca. Entre las dunas de El Saler, saltando sobre espesos juncales, nidos de ánades, patos y cercetas de la laguna cercana, uno supo que las mujeres hermosas conocidas en la juventud renacen en sueños con los primeros días de verano en la playa de Malvarrosa y desaparecen, como la baja niebla, a finales de la primera semana de otoño. 
¿Y dónde van? Nadie lo supo, y, aun así, igual que los patos de la laguna y los almendros en flor, regresan cada año con la brisa caliente en ánforas cretenses.
A eso jugábamos entonces. A ser hombres enamorados sin descanso, con miedo de que todo fuera un sueño y se hiciera ceniza.
Y el mar, presente, vigilante y cómplice de cada una de esas embestidas, nos miraba serenamente detrás de los cañaverales.
La poesía era en ese tiempo no un arte en el sentido de la palabra, sino un ramalazo del alma, un hervir de la sangre, una forma de transformar la saliva desde el fondo de las entrañas y amasar palabras tan potentes como la luminiscencia y las noches profundas cerradas en lluvia. 
Entremezclábamos gritos sin miedo –ése llegaría más tarde y nos destrozaría a zarpazos– para probarnos a nosotros mismos y sentir la saliva agridulce de los besos furtivos correr en las venas con la furia desbocada de una cascada. 
Habíamos subido nosotros también al primer tranvía de Malvarrosa o al último del novelista Manuel Vicent.
Partía aletargado desde el casco viejo de Valencia oliendo a la ternura que esparcen los naranjales, mientras nos acercaba paulatinamente a la playa de las querencias recónditas y tan apegadas a la piel aderezada de sal. Allí nos dejaba desguarnecidos frente a la inmensidad de ese lago que baña las costas de Capri, Creta, Ítaca y los desnudos arenales de Trípoli.
Es hora de sentarnos todas las tardes que podamos sobre la arenilla de la playa de Malvarrosa. Intentaremos hacer del tiempo perdido un nidal en la comisura de la mirada adormecida.