Opinión

Amados libros

Lo bueno –frente a lo malo– de no poder salir ni al zócalo de la casa los fines de semana ante la espantosa inseguridad reinante, es poder leer con calma, regresar a los viejos y amados libros, descubrir otros, y seguir embelesándonos con la literatura de siempre.

Lo bueno –frente a lo malo– de no poder salir ni al zócalo de la casa los fines de semana ante la espantosa inseguridad reinante, es poder leer con calma, regresar a los viejos y amados libros, descubrir otros, y seguir embelesándonos con la literatura de siempre.
En la noche de ayer, por ejemplo (poseemos dos bellas ediciones de la Colección Austral) volvimos a introducirnos en las hojas de ‘La vida de las termes’, ese sorprendente tomo –pasmoso por su actualidad aún habiendo sido escrito a principios del siglo pasado– cuyo autor es Mauricio Maeterlinck, el creador de la bella obra –obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1911– ‘L´Oiseau Bleu’ (El pájaro azul).
Del escritor belga nacido en Gante, ya conocíamos en esa misma estructura ‘La vida de las hormigas’ y ‘La vida de las abejas’, trabajos de una naturalidad asombrosa, comparable a la de cualquier experimentado entomólogo.
Boot de Condillac, filósofo francés, creador de la escuela sensualista, decía que “el secreto del escritor está en saber comprender la armonía”.
El ruso Tchinguiz Aitmatov lo demostró con creces. Cuando el invierno era inclemente en las heladas tierras de los kirguises –el grupo de los turcos-mongoles dedicados a la vida pastoril en la Kirguizia– escribió un texto corto llamado ‘Yamilia’, comparable con ‘El prado de Bezhin’ o ‘Kasian, el de las tierras bellas’, refulgentes cuentos de Iván Turguéniev.
La obra es la lucha de un amor, una familia y una tierra. También un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas. Es decir, el camino de la difícil felicidad humana en los tiempos del Soviet.
En esa época, Rusia iba desde los Cárpatos a los Urales, con su tundra repleta de duros pinos, fértiles llanuras hacia el Sur abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos.
Cuando se alzó el Estado comunista –olvidando por principios ideológicos al hombre de sangre y huesos–, había comenzado en cierta manera el desmoronamiento del país. Se regresaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más, sentados a la derecha de Dios Padre desde el día en que Catalina II, Autócrata de Todas las Rusias, se juramentó como Emperatriz.
Desde ese entonces hasta hoy el problema es el mismo: los líderes de izquierda creen tener la solución a los problemas cruciales del ser humano, mientras alrededor todo se hunde.
Lo expresó la autora de ‘Poema sin héroe’: “Yo he estado siempre con mi pueblo, donde mi pueblo estaba siempre por desgracia”.
Rusia está lejos. El amor de Yamilia, igual al de Antígona –símbolo inequívoco de la mujer perseguida– se alza entre abedules helados.
Es posible –y Maeterlinck lo cree– que la comejenera, la ciudad de los termes, tenga mucho para enseñarnos a los humanos.