Opinión

Algodón y acero

En Palos de Moguer, al hablar Juan Ramón Jiménez, de ‘Platero’, el noble asno blanco y velludo, decía estar hecho de algodón y acero al mismo tiempo; con ello calibraba la fibra de un animal que comía flores y era la activa estampa de un paisaje mediterráneo encendido, duro y agraciado como pocas campiñas he podido conocer en mi existencia de ser errante.

En Palos de Moguer, al hablar Juan Ramón Jiménez, de ‘Platero’, el noble asno blanco y velludo, decía estar hecho de algodón y acero al mismo tiempo; con ello calibraba la fibra de un animal que comía flores y era la activa estampa de un paisaje mediterráneo encendido, duro y agraciado como pocas campiñas he podido conocer en mi existencia de ser errante.
Hoy, a la alborada, en la vereda quejumbrosa de Chacaíto, he recordado esas palabras, “algodón y acero”, para hablar de Juan Pablo II.
Karol Wojtyla, hombre que cabalga entre dos siglos únicos para la humanidad; en el orden científico, económico, astronómico, físico y moral, ensalzado por unos y malquerido por otros, es, bajo el prisma de la observación cotidiana, uno de los casos más extraordinarios dentro del transcurrir de la Iglesia Católica.
Se podrán debatir sus métodos para gobernar la barcaza de Pedro el pescador, pero nadie podrá poner en duda su talante de hombre imbuido de una fuerza espiritual extraordinaria.
Cuando se habla de Dios en una sociedad donde los valores del hálito se desmoronan, solamente si encauzamos la duda hacia el egoísmo, podremos encajar con sentido realista nuestra existencia.
El filósofo Hans Jonas lo decía: “Dios, después de haberse dado enteramente al mundo para que se desarrolle, nada tiene que ofrecer: corresponde ahora al hombre dar. Y puede hacerlo si vela por que, en los caminos de la vida, no suceda, o suceda no muy a menudo, que por su causa, por causa del hombre, pueda Él lamentar haber dejado que esta esfera azul se desenvuelva”.
Juan Pablo II en su libro ‘Cruzando el umbral de la Esperanza’, afirma que para liberar al hombre contemporáneo del miedo de sí mismo y del materialismo, es necesario desearle que lleve y cultive en su propio corazón el verdadero temor de Dios, esencia y principio de la conciencia.
El Papa, enfermo de verdad en el tálamo de un hospital romano, posiblemente esté peor de lo expresado en los partes oficiales del Vaticano.
Con mal de Parkinson y envuelto en una fragilidad abatida ante los ojos de los fieles, su fe inquebrantable y a la vez sencilla, no va por los vericuetos de los grandes y sesudos pensamientos doctrinales, sino que se acerca al ser humano de una forma suelta, como si hablara al amigo o al hermano.
Él no se va a rendir, es un duro robledal. La existencia es para vivirla, absorberla hasta el último trago. Lo repetía hasta el cansancio Arturo Uslar Pietri en su casa de la Alta Florida cuando con frecuencia lo visitábamos para hablar de los males –demasiados– de Venezuela, y uno le preguntaba si no se hallaba cansado por tanta edad y esa permanente pelea ante los muchos desarreglos del país: “Rafael: uno ni es joven ni viejo, vive simplemente. Y eso hago”.
Dos veces he visto al Papa de cerca. Una durante su primera visita a Venezuela. La segunda en los aposentos papales del Vaticano.
Ya no era aquel Juan Pablo II que en enero de 1985 estuvo en nuestro país.
Su cuerpo se había inclinado en demasía, hablaba quedo, pero sus ojos vivos, claros, directos, sí eran los mismos. Hoy ya muertos.
Cuando tocó mis manos, sentí el calor de un hombre que aún habiendo llegado del frío, tenía una arrebatadora llamarada de esperanza henchida de calor humano.
Hace unos años se nos fue la ensoñación.