Opinión

Cocina Gallega

Después de décadas fascinados por los malabares y juegos de ilusionismo que algunos chefs mediáticos practicaron desde las pantallas de TV, escenarios, eventos multitudinarios, ferias, delante de cientos de cámaras fotográficas y libros de lujo, algunos se desayunan con una obviedad: el arte culinario tiene por objetivo alimentar dando placer, y permitir socializar, compartir la comida, reconocerse humanos. Un plato de comida no es para mirar mientras lo explica un ‘experto’, sino para ser ingerido, degustado, para incorporarlo a nuestra esencia; es el resultado de un acto de amor, no el soplo divino que infle con desmesura el ego de una estrella mediática. El francés Alan Ducasse, junto a quince colegas, fundó un colegio profesional para promover un regreso a la cocina tradicional, sana y natural, sin artificios. Su idea es otorgar un certificado al ‘saber hacer artesanal’ de cocineros y restauradores, grandes, pequeños, famosos o desconocidos, desafiando el criterio elitista de las estrellas Michelin, y rechazando la cocina artificiosa, el abuso de productos químicos, y el concepto de cocina-laboratorio que tanto fascinó a críticos siempre dispuestos a embarcarse en la última moda. En España, todavía encandilados con el ‘efecto Adriá’, muchos vuelven a mirar con simpatía la cocina de siempre, el simple oficio de cocinero, los sabores que nos representan. Algo que seguramente dejará perplejos a las camadas de jóvenes que se lanzaron a imitar sin demasiado conocimiento a los garúes de la cocina experimental, de vanguardia, sin pasar por la maravillosa experiencia de lograr una jugosa tortilla de papas o un huevo frito con todas las reglas del arte. En los últimos tiempos, asistimos al desprecio y descalificación al que fueron sometidos cocineros que se empecinaron en no abandonar el camino correcto, pensar en el comensal, crear platos sabrosos, sencillos, sanos, con identidad. Y ahora, seguramente, muchos de ellos deberían ser reconocidos, tratados con el respeto que se merecen los que apostaron por promover la cultura propia, sus tradiciones, sin dejar de lado el toque personal que se espera de todo cocinero. ¿Qué dirían los amantes del fútbol, si en vez de un partido, les pasaran programas donde un habilidoso malabarista se limitara a hacer, solo, jueguitos con la pelota? Seguramente estallarían en un ataque de ira, y pedirían a los gritos ver fútbol, dos equipos, goles, jugadas colectivas. Sin embargo, los que supuestamente son amantes de la buena cocina, pierden tiempo frente a su TV, estoicamente o con insólita admiración, ante buenos mozos, o mujeres sexys enfundadas en delantales ajustados, que pican ingredientes con asombrosa velocidad, mueven sartenes con soltura, mirando a cámara, cancheros, con miradas pícaras, cómplices, mientras equivocan proporciones o se olvidan en los pasos a seguir. ¿A quién le importa que el plato montado previamente por anónimos productores, cocineros sin el carisma necesario para estar en pantalla, no responda a lo hecho durante veinte minutos por la figura de turno? Así las cosas, muchos piensan que el rol de un chef es depositar suavemente la hojita de perejil sobre la torre que compone el artístico plato, tan bonito que da pena desarmar. O pintar con una salsa insípida, con aires de Salvador Dalí, la superficie del plato con arabescos absurdos, de tan repetidos, infantiles si se los observa con cierta indulgencia. Pero, claro, nadie quiere pecar de ignorante, nadie desafía lo impuesto por ‘los que saben’, nadie imita a los irritados parroquianos de la taberna donde Leonardo Da Vinci pretendió presentar una polenta minimalista a hambrientos carreteros, y estos persiguieron al futuro artista metido a cocinero con intención de estofarlo en su propia marmita. Para bien del arte Universal el artista logró huir de la turba. Poco a poco, algunos ya comienzan a criticar, por ejemplo, la cocina molecular. Tal vez porque el mismo Ferrán Adriá, cansado de estar al frente de un restaurante, la pelea con proveedores, personal, clientes disconformes, el fisco, pasó a dar conferencias muy bien pagadas por empresas españolas y multinacionales, dando consejos a ejecutivos de todo el mundo para que aprendan a ‘trabajar en equipo’. Filósofo más que cocinero. Más de uno de sus malos imitadores estará observando incrédulo el inútil sifón con nitrógeno líquido, el horno inteligente, los abatidores de temperatura, y tal vez repare en la negra sartén que siempre estuvo allí, al alcance de la mano. Decía un periodista gastronómico muy conocido hace unos quince años que Galicia, con un bodegón marítimo envidiable, huerta, caza, y cientos de productos de gran calidad, había limitado la creatividad de sus cocineros, que se conformaban con una cocina sobria, tradicional, sin el vuelo de los vanguardistas de otras latitudes que no contaban con tanta variedad de insumos. Allí y aquí, los que defendimos nuestra gastronomía a cucharón y cuchillo, cosecharemos los frutos, y, en el camino, fuimos felices cocinando lo que nos gusta, hicimos felices a los que todavía conmueven los sabores y aromas de nuestra cocina ancestral, renovada, adaptada a los tiempos, eterna.


Arroz con langostinos
Ingredientes: 24 langostinos grandes, 2 tazas de arroz, 1 cebolla, 1 cebolla de verdeo, ½ pimiento morrón, 1 diente de ajo aplastado, vino blanco, 1 litro de caldo (hecho con las cabezas y carcasas de los langostinos y aromáticas), sal, pimienta, azafrán.


Preparación: Pelar los langostinos, separar la cabeza, limpiarlos. Rehogar las cebollas picadas y el pimiento en juliana, añadir el ajo, y un chorrito de vino para que se guisen sin quemarse. Incorporar el arroz, glasear a fuego vivo. Añadir los langostinos. Echar el caldo (doble cantidad que arroz). Bajar el fuego y cocinar 10 minutos. Rectificar sal y pimienta. Poner el azafrán, diluido en vino. Cocer hasta obtener el punto deseado. Dejar fuera del fuego 5 minutos y servir.