Opinión

Cocina Gallega

Por alguna razón, en la diáspora la gente se aferra a su cultura con pasión de náufrago, y la mantiene viva. Generación tras generación, y aun sin el que debiera ser lógico apoyo del país de origen, muchas tradiciones se mantienen cuando se pierden en la propia tierra. Mientras el silencio se imponía con fuerza de ley para que no se hablara a lingua galega, en América los desterrados la mantenían viva y editaban libros con temas que podían significar la cárcel en Galicia. Muchos artistas e intelectuales, ahora con estatua, mausoleo y pedestal, desarrollaron su obra y mantuvieron su identidad fuera de las fronteras de su tierra natal. Para los sefardíes España sigue siendo su patria, desde 1492, año en que se los expulsa de la península ibérica. Antes que Colón llegara con un muestrario de productos americanos a la Corte de los Reyes Católicos, eufóricos por la conquista de Granada, la gloria que adorna sus testas castellanas, después de una larga, larguísima, batalla iniciada siglos antes en tierras leonesas, astures y gallegas. Se supone que los judíos llegan, junto a los fenicios que comerciaban con los tartesios, en los alrededores del Guadalquivir, antes de la llegada de los romanos. Pero en el siglo IV, durante el Concilio de Elvira, el obispo Osio de Córdoba ya advirtió sobre la amenaza de los judíos para el incipiente cristianismo, y en el siglo VI, durante el Concilio de Toledo, la iglesia se opone a la convivencia judeo-cristiana, en el 612 el rey Sisebuto ordena la primera expulsión y confiscación de bienes. Curiosamente, la invasión musulmana salva a la comunidad sefardí de más represalias. Los califas imponen una era de convivencia, notable también en las Cortes cristianas, al punto que la mayoría de los consejeros de Alfonso X eran judíos, en unas Españas multireligiosas. Sin embargo, la envidia por la prosperidad y el poder de la comunidad sefardí culmina con la definitiva expulsión. El lenguaje, la poesía, las tradiciones de aquella España medieval se mantuvieron, junto con las llaves de sus casas, en la Diáspora con celo entrañable. En el Imperio Otonamo, por ejemplo, las cocineras judeo-cristianas convirtieron un plato turco, koftes de pollo, unas bolas amasadas con leche, queso y manteca (algo que contradice la prohibición de la religión judía de mezclar carne y leche), en unas deliciosas albóndigas de gayna (gallina). A su vez, en las mesas españolas perviven, con naturalidad, herencias de los manjares sefardíes. Un ejemplo son los mazapanes, platos de boda, una tradición hispana con base en Toledo, la gran ciudad sefardí, la misma donde muchos pudieron eludir la ignominiosa expulsión protegidos por sus vecinos cristianos, sus amigos. Del otro lado del Océano Atlántico, en México, las tradicionales enchiladas con raíces precolombinas, aztecas, sufrieron una metamorfosis convirtiéndose en Enchiladas Suizas, rellenas de pollo, bañadas con salsa verde y queso. El origen de esta clásica fusión comienza en el siglo XIX. Parece que en tiempos del emperador Maximiliano, su mayordomo servía platillos europeos, y guardaba las recetas. A la caída del Imperio, este señor regresó a su lugar de origen en el interior del país azteca, luego se instala en la capital y abre una casa de comida, donde presenta comida austro-húngara, francesa, reconvierte algunos platos. Sus enchiladas a la suiza pronto se popularizaron. Y hoy son plato infaltable en muchos restaurantes, no así en el de su tataranieto, que conoce la historia pero presenta el plato de su antepasado en el menú (cada familia es un mundo). Y ya que estamos en estos días con el dichoso tema de a rey muerto (abdicado en este caso) rey puesto, una historia que alguna vez contamos: Allá por el mes de junio de 1660 María Teresa de Austria casaba con Luis XIV de Francia, el Rey Sol. En el séquito de la Infanta de España que se iba a convertir en Reina consorte de Francia iba una señora de Úbeda, por nombre Doña María de Molina, en calidad de azafata y cuya recomendación, entre otras cualidades, era la de ser una excelente cocinera. Aquí se ve que María Teresa fue precavida y, a la forzosa mudanza de residencia, no quiso que se le añadiera a la morriña, la nostalgia culinaria. Esta misma Doña María de Molina donaría una preciosa Custodia a su ciudad natal. En la corte francesa todo eran murmuraciones, que de tan desvergonzadas incluso se plasmaron en folios. Así es como la muy criticona Mademoiselle de Montpensier dejó por escrito en sus memorias que la Reina María Teresa tenía la dentadura cariada y renegrida a más no poder y atribuía esta mala nota higiénico-estética al abuso que nuestra María Teresa hacía del chocolate. Mademoiselle de Montpensier critica esta especie de adicción al chocolate de su Reina y denigra también los pasteles de hojaldre que le eran servidos a María Teresa por su azafata doña María de Molina, y la tortilla sin patatas que le hacía. O sea que lo que llamamos tortilla a la francesa no era otra cosa que lo que se comía en España bajo el piadoso nombre de tortilla a la Cartuja. Años después, las tropas napoleónicas y los cortesanos que acompañaron al hermano de Napoleón, apodado Pepe Botella por su afición al vino español, traían entre sus comidas favoritas la dichosa tortilla convertida en omelette, y los españoles, tal vez para diferenciarla de su clásica tortilla de patatas, la bautizaron francesa, y así quedó plasmada en cuanta fonda y restaurante la ofrece. Vamos con una tortilla de zapallitos muy popular en el Río de la Plata entre los inmigrantes italo-españoles.

Tortilla de zapallitos

Ingredientes: 3 zapallitos, 1 cebolla, 6 huevos, aceite de oliva, sal, pimienta.

Preparación: Lavar y cortar los zapallitos en rodajas finas, y luego picarlos. Pelar y picar la cebolla, rehogar en un poco de aceite, añadir los zapallitos, salpimentar y cocinar revolviendo hasta que esté todo tierno. Reservar. Batir los huevos y unirlos a la mezcla de zapallitos y cebolla. Poner muy poco aceite en una sartén y calentar bien. Echar la mezcla, bajar el fuego y dejar que cuaje. Darle vuelta y cocinar 2 minutos más. Retirar y servir.