Opinión

Cocina Gallega

En 1880 comienza la inmigración masiva desde Europa hacia la Argentina. La consigna: Gobernar es poblar. Es interesante saber cómo vivía la oligarquía porteña en la época en que llegaban los barcos cargados de ilusiones. Leyendo el libro ‘La casa porteña’, de Blas Matamoro (Centro Editor de América Latina, 1971), nos enteramos de ciertos detalles. Por ejemplo: “Hay quienes viven por muchos años en el Viejo Mundo, y hasta quienes se instalan definitivamente allá. Entre cocineros italianos, mucamos suecos, mayordomos ingleses y chóferes alemanes, el niño de la oligarquía recibe clases de las misses, las mademoiselles, y las frauleinen. No salen a la calle más que para ir de veraneo al Tigre, a Adrogue o esa suerte de Niza porteña que es Mar del Plata. Otros viajes los llevan a la estancia familiar o a Europa, a donde iban por lo menos una vez al año. Solo tienen contacto con el idioma nacional a través de los peones de sus establecimientos, y así es que el idioma de su país es el último que aprenden, resultando esa curiosa mezcla de arcaísmos pampeanos y galicismos que constituyen la base del argot oligárquico porteño. Por ello es que su casa responde a modelos europeos y es como la traducción de lo que se sueña como propio: una tradición inexistente”.
Cuando, a raíz de la trágica epidemia de fiebre amarilla, los poderosos terratenientes mudaron sus lujosas residencias del sur a los terrenos del norte, nace el barrio de Recoleta, barrio Norte, y su extensión en lo que hoy es Plaza San Martín, en Retiro. Para diferenciarse del geométrico damero que los españoles habían impuesto en sus ciudades coloniales, trazan calles curvas, pasajes, en estrella, propias de conceptos medievales que no habían existido en América, pero ellos admiraban en París. La nueva aristocracia ganadera quería quitarse de encima todo vestigio de hispanidad, y el estilo austero a la hora de comer. Dice Matamoro: “Ahora está vedado hablar con los mayordomos y mucamos de comedor que sirven la mesa de acuerdo a una sucesión de momentos preestablecidos. Si algo es necesario ordenar a la servidumbre, se hace por medio de códigos gestuales. Por ejemplo: si las señoras no desean tomar alcohol, sumergen sus guantes en la copa destinada al champaña. Por supuesto, las comidas de estos hombres y mujeres ociosos eran interminables, y de ellas estaban excluidos los parientes pobres o amigos de medio pelo. Si bien los hijos de Galicia solían tomar plaza como personal de servicio doméstico, lo hacían en general en casas de clase media, comerciantes enriquecidos que muchas veces eran compatriotas. Sin embargo, el personaje de mucamo o mayordomo gallego suele estar presente en novelas o sainetes”.
La calle Florida, al principio poblada de negocios “bien”, casas de moda, librerías europeas, joyerías, elegida para los paseos a pie o en carruaje de la aristocracia, se va despoblando poco a poco, y las viejas mansiones quedan vacías, transformándose en casas de alquiler y de comercio, dado el aspecto bullanguero que va tomando la calle. La oligarquía se niega a pasear por ella, y codearse con el ‘galleguerio’, gentes de teatro, marineros, y plebeyos de mal aspecto que inundan sus veredas. Blas Matamoro (curioso apellido, cuyo origen parece ser el apodo dado al Apóstol Santiago como guía de los ejércitos cristianos que combaten a los moros en la guerra de Reconquista) intuye que buena parte de las crisis actuales nacen en aquellos años de fiesta: “Caro pagará el país este festival del rastacuerismo y la pompa, y solo le quedarán algunas colecciones particulares en los museos para regocijarse de la imprevisión oligárquica en cuanto a desarrollo industrial y otras vulgaridades, como se las considera en la belle epoque”.
Poquito a poco, los insensatos palacios fueron vendidos, las hijas agraciadas casadas con gallegos, tanos, o rusos enriquecidos en las diversas ramas del comercio y la industria, y las cocottes dejaron de soñar en los cabaret parisinos con los estancieros argentinos, raza en extinción. En las mesas porteñas comenzaron a ser aceptados los guisos españoles, y las pastas italianas, el asado en parrilla, el aperitivo o picada despreciados por los dandy de principios de siglo. Alguna vez conté la anécdota del escritor Jorge Luis Borges, que, siendo niño, se queda a comer en la casa de un amiguito italiano, inmigrante, y se maravilla con unos pastelitos rellenos de carne envueltos en salsa de tomate, que no eran otra cosa que los luego populares ravioles. Pizzas, milanesas, mondongo, ossobucco (nuestro xarrete), tallarines, canelones, lentejas, pucheros, e infinidad de guisos traídos por los inmigrantes terminaron fusionando con modos de hacer ya arraigados entre los porteños para conformar una cocina que podríamos llamar “hispano italo porteña” con creaciones tan entrañables como la “milanesa napolitana”. De la extravagancia de principios del siglo XX, es ejemplo el fastuoso Museo de Arte Decorativo, palacio construido por el arquitecto francés Sergent para la familia Errázuriz-Alvear como residencia particular, pero que apenas fue habitado hasta 1937, cuando lo adquirió el Estado Nacional Argentino. Vamos con una buseca bien porteña, con herencias italo-españolas.

Buseca
Ingredientes: 200 grs. de porotos alubias, 1 kg. de mondongo, 1 chorizo colorado, 100 grs. de panceta ahumada, 1 cebolla, 1 morcilla, 3 zanahorias, 1 taza de puré de tomate, 1 cucharada de pimentón, 1 cucharadita de orégano, 2 ajos picados, ají molido, sal, pimienta, 1 hoja de laurel.
Preparación: Hervir los porotos, ya remojados, en agua con sal 30 minutos. Aparte, hervir el mondongo limpio y cortado en tiras finas. En una olla rehogar con una cucharada de aceite, los ajos, la cebolla, la zanahoria, el chorizo y la panceta, todo picado. Añadir el laurel, el puré de tomate. Cocinar 10 minutos. Incorporar los porotos con algo del agua de cocción, y el mondongo. Condimentar con el pimentón, el orégano, sal y pimienta, revolver. Cocinar a fuego suave con la olla tapada una hora, añadiendo agua si es necesario. Cortar la morcilla en rodajas, añadir al guiso, y cocinar otros 10 minutos. Los porteños acostumbran añadirle queso rallado al momento de servir.