Opinión

Cocina Gallega: La ruta del migrante

Cocina Gallega: La ruta del migrante

La ruta del migrante, real o ilusoria, nunca deja de ser recorrida en viaje circular. Con suerte, la travesía resulta más emocionante que la efectuada por Hortensia y Luciano, los personajes del cuento ‘Viaje circular’ de Émile Zola, que sienten que su viaje ha sido en vano. Leyendo el libro ‘Buenos Aires Sefard’ (colección Temas de Patrimonio Cultural, N°22, 2008, Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la CABA), una serie de relatos compilados por Carlos Szwarcer, y especialmente ‘Estampas sefaradíes de Villa Crespo, vivencias y testimonios’, del mismo Szwarcer, traté de imaginar el itinerario de los judeoespañoles expulsados en 1492, el mismo año en que Colón llega, sin saberlo, a América, por Turquía, Grecia, Medio Oriente, norte de África, siempre atesorando el recuerdo de la amada Sefarad (España), y su emigración a Argentina casi cinco siglos más tarde, especialmente a Buenos Aires, destino de millones de españoles también expulsados de su país por razones económicas y/o políticas; un auténtico viaje circular de España a la quinta provincia gallega. Alberto Vacarezza, según Szwarcer, se inspiró en el conventillo El Nacional del barrio para escribir su célebre sainete ‘El Conventillo de la Paloma’, donde convivían personajes como el tano, el gayego, el ruso y el turco, en paz y armonía; compartiendo jergas, comidas, festividades, y sueños de un futuro mejor.

Rescatamos el testimonio de Pepe, hijo de vascos al que seguramente sus vecinos llamaban gallego, como a todos los españoles inmigrantes. Cuenta que su hermano trabajaba en una pollería de la calle Gurruchaga, regenteada por el sefaradí Gallizy, donde los huevos rotos los vendían más baratos (¡qué tiempos aquellos, cuando regalaban los huesos, la verdurita, y los comerciantes daban siempre la yapa!). Su madre lo enviaba a comprar algunos (huevos), y el dueño se los terminaba regalando, aun sabiendo que cometía la travesura de dañar varios adrede. Recuerda Pepe, muchas décadas más tarde: “Mi mamá pisaba todo, incluso la cáscara, y luego lo colaba. Con esto hacía unas masitas que le enseñaron los turcos (sefaradíes) que le llamaban pan esponyado, o pan de España, y después con lo que quedaba le agregaba un poco de harina, estiraba la masa con una cuchara y se hacía como un huevo frito, y hacía una masitas llamadas mulupitas, y llevaba la fuente a la panadería para que se hornearan.

Aprendimos de los turcos… comíamos a cuturada, concluye su relato Don Pepe. Allí mismo, en la calle Gurruchaga, estuvo el legendario Café Izmir que tuve oportunidad de conocer en sus últimos años, cuando uno se podía encontrar allí, griegos, turcos, armenios, y a los gitanos que también frecuentaban el Ávila. Esa calle de Palermo, imagino, fue a los sefaradíes lo que Avenida de Mayo a los españoles. Y en los dos casos emblema porteño.

Es curioso que actualmente, en la búsqueda de una identificación de la cocina argentina, se indaguen genuinos antecedentes en recetas precolombinas (especialmente en el Noroeste argentino), pero no tanto en la fantástica fusión de recetas provocadas por la inmigración masiva desde mediados del siglo XIX. Por lógica, e imperativo cronológico, la hispana fue la primera influencia, al aportar productos, métodos de elaboración y cocción europeos, a la olla aborigen, como en el caso del locro. Como hipótesis personal, insisto en que los primeros platos traídos por los colonos tenían “cédula de cristiano viejo”, mucho cerdo, grasa porcina en vez de aceite, y un exquisito sabor y aroma del norte galaico-leonés. Platos que no despertaban el apetito depredador de los Inquisidores, siempre pendientes de capturar judíos o moros. Investigando el origen del reviro, plato considerado de origen guaraní, encontré muchas similitudes con nuestras enfariñadas o faragullos (masa de harina, agua, sal, desmigada en grasa de cerdo). Aquellos platos del Medioevo ibérico, sencillos pero contundentes, con el puchero y la carne asada como emblema, fueron la base de la cocina criolla por lo menos hasta 1860, cuando llegan más españoles (especialmente gallegos), italianos, irlandeses, galeses, franceses, judíos de Centro Europa, Siria, Líbano, Rusia, deseosos de comenzar una nueva vida en una tierra considerada, con justicia, de “promisión”.

Todos juntos, aportando cada etnia su impronta, lograron una cocina que muchos se niegan a reconocer como propia, tal vez asumiendo que el desprecio de los ricos estancieros del primer Centenario (1910)  por los platos ‘cocoliches’ sigue vigente. Nada más alejado de la verdad: un inventario del Patrimonio cultural gastronómico argentino incluye mayoría de platos que bajaron de los barcos, se fusionaron, y tomaron características que los hacen nacionales. Otros países de Hispanoamérica entendieron el proceso, especialmente Perú, y sus cocinas ganaron fama internacional. En fin, a veces, para muestra un botón. Un clásico en los restaurantes rioplatenses fueron los buñuelos o bocadillos de espinaca, o acelga, tal vez inspirados en los boios de verdura sefaradíes, herencia que notamos también en cualquier sitio de tapas de España. Vamos a la cocina.

Buñuelos de espinaca al horno

Ingredientes: 1 kilo de espinacas, 1 cebolla, 3 huevos batidos, 70 g. de queso rallado, harina y leche c/n.

Preparación: Lavar bien la espinaca, picarla bien, picar también la cebolla. Reservar. Batir los huevos con el queso rallado, y agregar harina y leche hasta que quede una masa espesa. Incorporar la espinaca con la cebolla y unir. Agregar unas pizcas de azúcar y nuez moscada. Armar con ayuda de una cuchara los buñuelos y disponer en una fuente aceitada, sin que se toque entre sí. Llevar luego a horno precalentado a 180° hasta que estén dorados.