Opinión

Cocina Gallega: Historias circulares

Cocina Gallega: Historias circulares

Las historias de los emigrantes (devenidos inmigrantes en el país de acogida) son siempre circulares. Reales o soñadas, pero circulares. Se inician y terminan en el mismo lugar: la tierra amada, madre y hogar. En literatura, se consideran cuentos circulares los que al final se vuelve a la situación inicial. Uno de los ejemplos de narrativa circular en la literatura ocurre en el antiguo poema épico griego ‘La Odisea’ de Homero. El héroe Odiseo, primero navega hacia la aventura desde Ítaca, sólo para regresar al final a su tierra para pelear con los muchos pretendientes de su amada Penélope (similar en su actitud de espera a la viudas de vivos poetizadas por Rosalía de Castro). Jorge Luía Borges, siempre fascinado por laberintos y círculos, en su cuento ‘Las ruinas circulares’ relata que un hombre llega a un templo circular, en ruinas, con el objetivo de soñar un ser humano (su hijo) y convertirlo en real. Después de varios fracasos, logra corporizar al hombre que soñó, pero éste no habla, ni se incorpora. El soñador le pide al dios del Fuego que le otorgue vida y lo envíe a un templo solitario, sabiendo que es un ser soñado, y no quiere que se entere. Con el tiempo oye historias de un hombre que camina sobre el fuego en un templo lejano. Se acerca de repente un gran fuego al templo del soñador. El hombre acepta que ha llegado su momento de morir y camina hacia el fuego. Pasa por las llamas sin dañarse, y en ese momento comprende que él también es una proyección, un sueño de otro hombre.

La idea del eterno retorno y del tiempo cíclico deviene de la antigüedad  y sirvió a Hegel, por ejemplo, para defender la circularidad de la historia. Francisco Fernández del Riego, a mediados del siglo pasado, lo planteó así: “La idea de regresar a la patria, es, sin duda, un sentimiento universal. No es exclusiva propiedad de los gallegos. Pero tiene en los pueblos celtas un especial carácter. Siendo rasgo común a todos los países, la forma más sencilla de la ‘saudade’ (el deseo de regresar a la tierra, la nostalgia por ella) cuenta en los países de origen celta con una peculiar intensidad y delicadeza, con un mayor elemento poético y artístico (…) Predomina el amor a una casa, un lugar, una comarca”. Siempre regresamos, gallegos, galeses, escoceses o irlandeses, aunque el retorno no sea físicamente sino imaginado. Claro que el retorno, real o imaginado,  es personal e intransferible, nunca una historia colectiva. Recuerdo la historia de un paisano, que habiendo vendido todo lo que tenía, incluyendo algunas tierras, se negó a vender una pequeña parcela donde medraba un retoño de roble. Habrá soñado, por décadas, con la sombra de aquel árbol y el abrigo de su tierra para el final de sus días.

Y si de historias circulares hablamos, está la de nuestra bandera. Se dice que cuando miles de gallegos emigraban escapando de la crisis económica y política endémica, algunos, los que salían de Coruña, pensaron que la bandera de la comandancia naval que veían desde la cubierta del barco que los arrancaba de su tierra era la de Galicia. Una vez en América, comenzaron a utilizarla en sus actos institucionales. Años más tarde, la bandera blanca con la banda azul en diagonal cruzó el Atlántico y fue adoptada como bandera oficial moderna. Como dato curioso, recordamos que la insignia naval de Coruña era una ‘Cruz de San Andrés’ azul sobre fondo blanco. Fue modificada en 1891, para evitar confusiones con la bandera de la marina imperial de Rusia, quedando así el formato que conocemos con una sola banda en diagonal. En el periódico digital sermosgaliza.gal leí que en 1909, ‘Vida Gallega’ informaba que el primer barco que navegó con la bandera gallega fue el Wolverine, un buque de recreo que recorría las rías gallegas con numerosos turistas. En julio de ese año, el profesor de la Universidad de Oviedo, Rafael Altamira, inicia un viaje a América para fomentar el intercambio intelectual con aquellos países. Como parte de la despedida, la Federación de Trabajadores de Vigo fletó al Wolverine, ondeando su bandera gallega, para acompañar un trecho al vapor Avon con destino a Buenos Aires.

Junto con los emigrantes, también suelen viajar ida y vuelta, en círculo, las recetas. Un caso emblemático, tal vez, sea la tortilla quemada al ron. Probablemente algún indiano a su regreso (definitivo o de paseo)  de Cuba a mediados del siglo XIX llevara la receta, y luego, ya popular, ingresara en algún recetario de cocina tradicional gallega (figura, por ejemplo, en Cocina Gallega, de Álvaro Cunqueiro y Araceli Filgueira Iglesias, Editorial Everest, León, 1997). El paso siguiente fue que la receta, apropiada, viajara en la maleta de los emigrantes otra vez a América. Por décadas, fue postre tradicional en todos los bodegones porteños, delicia de los comensales que esperaban arrobados el momento en que el camarero flambeaba en la mesa, con pericia, la dichosa tortilla. Del mismo modo, a fines del siglo XIX, en restaurantes de Madrid y otras capitales de España, y en banquetes de nobles y aristócratas, era habitual presentar este postre como prueba del poderío colonial de ultramar.


Tortilla quemada al ron

Ingredientes: 6 huevos, 5 cucharadas de azúcar, ralladura de limón, 1 copa de ron, manteca.

Preparación: Batir lo huevos con 2 cucharadas de azúcar y la ralladura de limón. Preparar una tortilla francesa jugosa en sartén untada con manteca. Se dispone en fuente metálica y se cubre con azúcar. Se quema con un hierro o soplete. Finalmente se rocía con el ron y se enciende fuego, levantando con una espátula la tortilla por el centro y echando con una cuchara el licor encendido por encima. Toda la operación de flambeado se debe hacer al momento de servir y a la vista del comensal.