Opinión

Cocina gallega: La gran batalla del siglo XXI

Cocina gallega: La gran batalla del siglo XXI

Ante la euforia de la mayoría, otros piensan que la gran batalla del siglo XXI se librará para mantener nuestra humanidad frente a inteligencias artificiales (IA) creadas, supuestamente, para suplantarnos en un sinnúmero de tareas, llevarnos a paraísos donde reinaría la ociosidad; pero no será del País de Jauja más que ilusión, ya que, poco a poco, perderíamos nuestras habilidades manuales, artísticas e intelectuales. Un reciente informe de la Universidad de Oxford incluye, entre 6 profesiones que podrían desaparecer, la de cocinero.

Sin embargo, yo intuyo que la última trinchera estará en las cocinas, alrededor del hogar encendido, tal vez en la recuperada huerta familiar. Cocinar humaniza, refuerza la identidad. Compartir la mesa, genera sentimientos propicios a la paz. El arduo aprendizaje para utilizar convenientemente las extremidades superiores, caminar erguidos, crear herramientas que suplieran sus carencias físicas, y armas para cazar animales más fuertes, llevó a nuestros predecesores a pensar, hablar, escribir y cocinar sus alimentos. El sólo hecho de cocinar ya les dio una ventaja competitiva, y les permitió vivir más años, al eliminar las bacterias que provocaban enfermedades y muertes prematuras.

La necesidad de sobrevivir en un medio hostil, potenció la capacidad creadora de aquellos indefensos cavernícolas, transformó la horda en conjunto de ciudadanos (civitas). Tal vez el estado de confort y la delegación de actividades manuales e intelectuales en la tecnología, sea la trampa que no vemos, encandilados por su funcionalidad, y está allí mismo, a dos palmos de nuestras narices, permitiendo una insólita involución. Y no se trata, como puede apresurarse a denunciar un escandalizado fundamentalista de la modernidad, de eliminar las máquinas, todo vestigio de tecnología, sino todo lo contrario. Se trata de aprovechar su utilización sin que invada o destruya nuestra humanidad, nos desnude nuevamente, nos deje inermes, a la intemperie.

No hay nada más indefenso como un ser humano al que le cortan la electricidad. Sin embargo, inimitables obras en todos los campos han sido creadas a la luz de las antorchas, velas, o la misma la luna. En penumbras, a un providencial ser anónimo se le habrá ocurrido el artilugio más sencillo: la rueda. Muchos humanos quisieran retornar a una vida más conectada con la naturaleza. Pero tal vez nuestros niños jamás podrán, al desconocerla, añorar un estilo de vida que cultivaron nuestros mayores, en donde el campo no era un paisaje bonito e intocable, ni una escenografía natural para adornar una selfie. Tal vez deberíamos encender nuevamente el fuego del hogar, aunque suene a subversivo.

Seguramente algún lector se preguntará, con todo derecho, cómo es posible que nos espere un futuro tan aciago. Está claro que nadie puede adivinar el futuro, pero cuando se observa el presente con suficiente atención, nos detenemos a ver qué está sucediendo ahora mismo, se puede intuir con bastante precisión lo que va a suceder más adelante. Así que todo es bastante obvio: observando cómo vamos delegando acciones esenciales, inherentes a los seres humanos, en la tecnología, vemos con mucha claridad lo que se está gestando. Contra lo que prescribe la sensatez, los humanos estamos dormidos en nuestros laureles, esperando que la tecnología se ocupe de todas las tareas que, precisamente, nos permitieron ser humanos.

Los científicos dicen que las actividades al aire libre y el ejercicio aumentan la capacidad para retener información y reducen la pérdida de memoria, a la vez que elevan la autoestima. Sin embargo, el mandato social enfocado en logros materiales, en producir dinero para consumir bienes innecesarios, nos impide dedicar tiempo a las tareas más humanas, como, por ejemplo, cocinar y compartir los platos elaborados con los seres queridos en agradables y prolongadas sobremesas.

Desde la gastronomía también afrontamos un nuevo tipo de totalitarismo: la imposición de una dieta uniforme, una identidad única en todo el planeta. La amenaza está a la vista de todos, y por eso, tal vez,  nadie la percibe. Y sin embargo, muchos advirtieron, cuando se comenzó a mencionar el término globalización, que la única defensa era fortalecer las identidades nacionales, ampararse en las tradiciones para reconocerse, sentirse peculiar, ante el discurso que pretende diluir nuestra voz en la uniformidad de la tecnología, sin la diversidad que caracteriza al pensamiento humano, y permitió la creación de tantas obras artísticas que nutren el patrimonio de la humanidad. Creo haber leído que le preguntaron en cierta ocasión a Gandhi qué opinaba de la civilización occidental, y él respondió con ironía borgeana: “Creo que sería una buena idea”. Una buena idea que, a este paso, deberíamos retomar recordando que cocinar es, esencialmente, una tarea humana, indelegable.

Salmón rosado y langostinos a la plancha

Ingredientes: 800 grs de filet de salmón rosado con piel, 16 langostinos pelados, 200 grs de batatas cortadas en rodajas finas y cocidas, 1 cebolla, aceite de oliva, sal, pimienta, azúcar, c/n

Preparación: Cortar el salmón en 4 piezas iguales, pincelar con aceite, salpimentar y llevar a la plancha caliente del lado de la piel, mover con cuidado para que no se pegue y añadir a media cocción unas gotas de limón. Mientras, cortar la cebolla en juliana y rehogarla añadiendo una cucharadita de azúcar, luego incorporar las batatas moviendo la sartén para que se caramelicen junto a las cebollas. Reservar. Cuando esté el salmón casi a punto, echar los langostinos en la plancha con un poco de aceite de oliva y darlos vuelta con una espátula para que se doren. Distribuir en cada plato un trozo de salmón, encima cebolla, acompañando con las batatas y los langostinos grillados.