Opinión

Cocina Gallega: Con buen queso y mejor vino, más corto se hace el camino

Con buen queso y mejor vino, más corto se hace el camino, decía mi abuela. Los legionarios romanos, que algo sabían de caminar,  lo llamaron ‘formaticum’, de donde deriva el francés ‘fromage’ y el italiano ‘formaggio’. La palabra castellana ‘queso’ viene directamente del latín ‘caseus’.

Cocina Gallega: Con buen queso y mejor vino, más corto se hace el camino

Con buen queso y mejor vino, más corto se hace el camino, decía mi abuela. Los legionarios romanos, que algo sabían de caminar,  lo llamaron ‘formaticum’, de donde deriva el francés ‘fromage’ y el italiano ‘formaggio’. La palabra castellana ‘queso’ viene directamente del latín ‘caseus’. En gallego es queixo. En nuestra casa natal de Lugo, no siempre, claro, el postre solía ser requesón rociado con miel. Ambos, el queso y la miel, elaborados por la familia, junto con otros productos que nos aseguraban el autoabastecimiento en tiempos de posguerra. Pero era habitual también la fruta del tiempo (lo que me recuerda alguna travesura infantil hurtando frutas en huerta ajena). Y desde ya, ceremonia pagana era acabar la cena con el caldo, y luego echar un poco de vino al cuenco para ‘limpiarlo’. Costumbres de campesinos toscos, dirán algunos; para mí, una delicia recordarlas. Sin embargo, el poeta romano, (año 65 a.C.) escribió “ad ovo usque ad mala”, desde el huevo a las manzanas, explicando que los banquetes más distinguidos de Roma comenzaban con huevos y terminaban con frutas frescas, especialmente manzanas.

En Francia, la costumbre es servir quesos después del plato principal, y antes del postre. También es práctica hoy en día acompañar la cata de vinos con diversos quesos, aunque no siempre se cuida el equilibrio necesario para lograr el maridaje correcto. Eso me recuerda el dicho “que no te la den con queso”, cuando queremos advertir a alguien para que no sea víctima de un engaño. El origen del refrán tiene que ver con el vino, y los antiguos bodegueros de la región de La Mancha. Se dice que cuando recibían a los taberneros que acudían a comprar vinos al por mayor, especialmente si estos eran novatos, le ofrecían catar caldos de menor calidad o en mal estado, en compañía de quesos con fuerte sabor y aroma para disfrazar el mal sabor. O sea, “se lo daban con queso”.

Se conserva un documento del año 959 aparecido cerca de la ciudad de León, consistente en una relación de los quesos elaborados en el monasterio de Rozuela, y que supone una de las primeras crónicas escritas en una lengua romance derivada del latín, que no puede considerarse ni lengua castellana ni lengua leonesa, sino que sería anterior a ambas. Actualmente, Galicia cuenta con quesos de justa fama. Con D.O. está el Tetilla, San Simón da Costa, el Arzúa Ulloa, y el do Cebreiro. Se me ocurre aquí, especular que la costumbre de los inmigrantes dedicados a la gastronomía en Buenos Aires, de presentar en sus menús pescados con salsas de quesos, especialmente con queso azul, habrá nacido de la necesidad de ‘engañar’ el paladar de los porteños, poco habituados en aquellos años (primeras décadas del siglo pasado) a consumir pescados, fuera de los filetes de merluza fritos ‘a la romana’ o cornalitos, también fritos. El gusto por los quesos, tal vez, pudo haber influido para que muchas pastas fueran acompañados con una, a veces, misteriosa ‘Salsa cuatro quesos’, empobrecida versión de la salsa ‘Mornay’ con crema de leche y quesos de poca calidad, generalmente sardo y roquefort.

En fin, los orígenes del queso se remontarían a 7.000 años a.C., y una de las muchas leyendas asegura que un mercader árabe que cruzaba el desierto, llevaba leche de oveja en un odre fabricado con el estómago de un cordero. Cuando tuvo sed, comprobó que el movimiento había coagulado la leche, que a su vez también fermentó debido al cuajo del estómago de cordero y el calor. Pero la mitología griega atribuía la invención del queso a Aristeo, y en la Odisea, Homero describe a un Cíclope elaborando y almacenando quesos de oveja y cabra. No en vano, los griegos afirmaban que el queso era un ‘regalo de los dioses’.

Cuando degusto un buen queso sobre una tajada de pan casero, acompañado de un buen vino, sin duda estoy de acuerdo con los griegos y el origen divino de este manjar.  Lo cierto es que, seguramente los gallegos y asturianos vieron como algo natural, casi familiar, incorporar en sus fondas, bares y restaurantes, como postre, la combinación de queso fresco y batata en vez del conocido membrillo de su tierra. Algún cliente ingenioso lo habrá bautizado ‘postre de vigilante’, y así ingresó en el rico recetario porteño. Como homenaje a aquellos bodegones porteños regentados por inmigrantes gallegos, asturianos o italianos, y a Blanca Cotta, con quien compartí algunos trabajos en Ollas & sartenes de Clarin y el ‘Gran libro de la cocina española’ editado por ese periódico, vamos a la cocina con un clásico de pescado con salsa de queso, siguiendo su receta:

Lenguado al roquefort

Ingredientes: 6 filetes de lenguado, jugo de limón, sal, manteca, 150 gramos de queso azul, 1 cucharadita de fécula de maíz, 200 cc de crema de leche, 50 gramos de queso rallado, rodajas de limón.

Preparación: Sazone 6 filetes de lenguado con limón y sal. Colóquelos en una fuente enmantecada, rocíelos con manteca derretida, tápelos y cocínelos en el horno 15 minutos. Deshaga 150 g de queso Roquefort y mézclelo con 1 cdita. de fécula de maíz y 200 centímetros cúbicos de crema de leche. Retire, vierta la crema de Roquefort, espolvoree queso rallado y gratine en el horno. Decore con rodajas de limón y ¡glup!