Opinión

Testimonios y caracterizaciones del “compadrito” porteño

Testimonios y caracterizaciones del “compadrito” porteño

“Viste un traje especial y que no carece de originalidad, pantalón de campana, calzoncillo con fleco, de modo que se vea por debajo del pantalón, chaqueta un poco corta, camisa con voladitos plegados en días de gala, y algún botón charro en la pechera, corbata angosta o ninguna, sombrero de paja, chico, algo echado sobre los ojos, con barbijo y borlita negra caída sobre el labio superior, puñal en la cintura o en la bota de becerro, cuando quiere ocultarlo al ojo de la policía que, como es materia de multas, no lo cierra como hace con otras cosas”, leemos en el periódico La guirnalda –número 19 y 27 de marzo de 1859–, firmado con las iniciales A. de E., que, a juicio del historiador Fermín Chávez, quien difundió estos artículos, correspondería a Ángel de Estrada, hermano mayor de los directores de la efímera publicación: Santiago de Estrada y Juan Manuel de Estrada, hijo.

“Camina quebrándose y como haciéndose chiquito, tiene particular aversión por los mozos del pueblo que andan arreglados como se debe, a los que insulta con el apodo de ‘cagetillas’, y se entretiene en buscarles pendencia –continúa su descripción del “compadrito” Ángel de Estrada–. Es cantor y fandanguero, diversiones que generalmente terminan en una gresca, que empieza por romperle a alguno la guitarra en las costillas, continúa por apagar las luces y acaba puñal en mano”.

“Es gastador y rumboso y esto suele originar muchas de sus pendencias –proseguimos leyendo las insoslayables páginas legadas por Ángel de Estrada–; se empeña en que un amigo ha de beber y, si éste no quiere, empieza a forzarlo a que lo haga: ‘y tome, amigo, ¿por qué no toma?, ¿será porque soy pobre?; pero, aunque me ve así, no reculo ante naides’; hace a su compañero entrar en palabras y apenas pronuncia alguna que ha provocado y le disgusta, saca el puñal, y si el otro no anda listo, lo que rara vez sucede, le planta su marca, es decir, le da un tajo, si es posible, en la cara, que es de lo que más se cuidan: todo por el placer de contar hazañas y de hacerse el terrible, que es uno de sus sueños dorados”.

Transcurridos bastantes años –en 1912–, Lisandro Segovia en su Diccionario de argentinismos realiza una caracterización del “compadrito” como “individuo jactancioso, falso, provocativo y traidor, que usa un lenguaje especial y maneras afectadas”. El ensayista Tobías Garzón –en su Diccionario argentino– le sigue otorgando estas lindezas: “hombre de bajo pueblo, vano, engreído y fachendoso”. A fines del siglo XIX –concretamente en 1898–, Carlos Estrada asimismo se había ensañado así: “Pasa las noches en las trastiendas de los almacenes en los que expenden bebidas. Se alcoholiza con caña, su néctar favorito, y es capaz de consumir docenas de vasos, pues chupa como una esponja reseca. Lleva oculto en la cintura un cuchillo de riña y no son raras las veces en que concluyen sus tertulias con tajos a diestro y siniestro, con marcas en la cara, o con feroces cuchilladas en el vientre. Engreído y orgulloso, siempre está prevenido y ve ofensa en un gesto o una mirada”.

Con este conjunto de atributos, pues, no tiene nada de extraño que el vocablo “compadrito” fuese, además de un diminutivo, una calificación de rango peyorativo y hasta denigrante.