Opinión

La estampa del ‘compadrito’, eternizada por Eduardo Arolas

La estampa del ‘compadrito’, eternizada por Eduardo Arolas

El ‘compadrito’ nunca era ajeno a la actitud desmesurada. Esmeradamente cuidaba las guías de sus bigotes debajo de un coruscante jopo perfumado, siempre erguidas debido al brío de los cosméticos que los exhibía remilgados. Al criterio del escritor Tallón, “imitaron la moda de los ricos y se trajearon y acicalaron con un narcisismo exagerado de mujer, evidentemente sexual y sospechoso. El contoneo criollo del caminar tuvo su origen en los tacos altos; ellos lo hicieron medio tilingo, si no amariconado”. Recordamos la metáfora de Pagés Larraya: “El guachito, desmontado, pierde la mitad que le daba altura y presencia: ahora tiene que esforzarse para hacer figura él solo. Y en el esfuerzo exagera, se torna amanerado. Consciente de su pequeñez”.

Existe una expresión fotográfica, obra del gran Eduardo Arolas –‘El Tigre del Bandeneón’– en la cual la imagen corresponde a ese afectadísimo ‘cuidado’, casi una caricatura, en el modo de vestir: ‘funyi’ oscuro y blanco con cinta alta, ‘saco’ largón con solapas en punta, abierto como para dejar ver un chaleco brillante ribeteado en raso claro, lo mismo que los bolsillos de donde cuelga una gruesa cadena de oro con medalla. Corbata de moño tocada con una perla en el nudo, camisa de piqué blanco y pantalón negro con rayas grises, abombillado y largo, quebrándose sobe los zapatos impecables de taco ‘pera’, alto y torneado. Sobre los guantes, seguramente ‘patito’, un anillo de piedra, y en la mano una caña flexible con empuñadura de plata. Otros enjoyaban sus manos con tres o cuatro anillos en cada una.

 Adornado con esta destellante figura, o muy similar, acudía a bailes y bailongos, ‘sobradora’ mirada y aire conquistador, incluso agresivo. Siempre previsor ante la provocación: aun cuando cargaba cuchillo, como el ‘guapo’, no mostraba desdén al revólver, cuyo empleo hubiera ‘degradado’ al ‘compadre’ por estimarlo propio de ‘ventajeros’ y cobardes. Antes de matar a un hombre en una pelea –solía decirse por aquel entonces–, era indispensable mirarlo al fondo de los ojos, a fin de que al ‘otro’ el final no le llegara de súbito. Pues todo distanciamiento era propio de ‘gringos’ o gallinas. Merced al cuchillo, se sentía la muerte ajena dentro del propio cuerpo mediante el temblor del rival, al penetrar la daga. ¡Así eran las reglas!

El ‘guapo’ sentía que el revólver era semejante a una ‘puñalada por la espalda’. Eso era pura indignidad. Cosa idónea para esos personajes que él dominaba lo más con un ‘revés’, sin preocuparse en exceso de mirar la cara del sujeto. “A tipos como éste, me los saco de encima a golpes de chalina”, se acostumbraba a decir pro aquella época. Convendría recordar cómo el escritor Tulio Carella miraba, no obstante, al ‘compadrito’. Lo relacionaba con el vivaracho alegre y vanidoso de los tangos de los maestros Gobbi o Villoldo: “Es dicharachero, sentencioso, corajudo, diestro en el manejo de armas cortas, agresivo y nostálgico a la vez”. Carella afirma que el ‘compadrito’ jamás es un ‘cafishio’. Ello no deja de ser exageración sin base firme. Porque muy frecuentemente le gustaba vivir de los ‘pesos’ que pudiera ‘arrimarle’ una ‘mina’, o dos, cuando le daba ‘el cuero’.