Opinión

Eduardo Arolas y ‘Una noche de garufa’

Eduardo Arolas y ‘Una noche de garufa’

“El que es innegablemente trascendental es Eduardo Arolas (1892-1924), artífice de la melodía de Buenos Aires. Y ‘Una noche de garufa’ luce la importancia biográfica de ser su primer tango”, así se expresa el célebre vate y tangólogo Francisco García Jiménez en su insoslayable obra titulada Así nacieron los tangos, Ediciones Corregidor, 1ª edición, serie mayor, Buenos Aires, 1980. Si bien este tango obtuvo su gran momento al final de la década de 1910, Una noche de garufa no se trata de una composición trascendental. Se tarareaba, eso sí, y era silbado con profusión por el público y la gente porteña. El hecho es que José Antonio Saldías le otorgó su título a un primigenio sainete que estrenó en 1913 en el viejo teatro ‘Nacional Norte’ –donde hoy se encuentra el cine ‘Grand Splendid’–, y allí mismo ascendió al escenario para interpretar el tango epónimo, un “pichoncito de bandoneonista” a quien conocían por “el pibe de La Paternal” y que más tarde sería famoso con su auténtico nombre: Osvaldo Fresedo.

Eduardo Arolas era por entonces un muchacho de diecisiete años que vivía en Barracas al Norte, con sus padres, en la placita Herrera, aunque ya lo conocían también en la otra tan afamada Barracas al Sur, que es hoy la populosa Avellaneda, y en el declive del barrio de La Boca, entre la gente “guapa y nochera”, igual que un cachorro que iba apuntando para “tigre del bandoneón”. Arolas, con su “pinta” de saco negro, cortón y trencillado, pantalón a bastones, con franja, sombrero ancho sobre la melena renegrida, corbata voladora y zapatos de prunela bordada, fumaba en larga boquilla y enguantaba sus manos en mitones, luciendo sobre ellos un montón de anillos que hacía relampaguear revoleando con garbo una varita de nudoso mimbre. Helo ahí según se nos muestra en una histórica foto. Él portaba su bandoneón envuelto en un paño negro. “Y cuando abría el atado para acunar el instrumento en sus piernas, volcando su alma en la ejecución e inventando retazos de temas armónicos, tenía derecho a todo, siendo apenas un purrete”, escribe el ensayista García Jiménez, agregando: “A la excentricidad del atuendo; a la botella de ginebra bajo la silla; a la mayoría de edad en el grave instrumento del pardo Sebastián y el negro Santa Cruz”.

Una noche de festejos, entre camaradas, amigas querendonas y reiterativas copas, demorándose en abrazos en “corte” y “quebrada”, Eduardo Arolas convocó a su “botonadura” y “fuelle” aquella musiquita formal, alegre pero nostálgica, noctívago fondo del marco de esas maravillosas horas. “¿Y qué otro nombre iba a tener esa musiquita espontánea, sino el que le dieron allí mismo, por propia ley de nacimiento?”, se interroga el poeta Francisco García Jiménez. Un tango “agarrador”: el compás y los pasos de las parejas, al bailarlo, habían sido las que le dictaron los acordes a Arolas. Entre tanto, su mirada, hipnotizada, seguía el giro del “ocho”, la “media luna” y la “corrida”. De tal manera que, meciendo el “fuelle”, había trasmudado el compás binario por el de 4x8. No era sino el “tango-milonga”.

Aquella madrugada, después que el café ‘Royal’ cerró sus puertas, el “cachorro” Arolas les hizo escuchar a Canaro, Castriota y a Loduca los compases de su tango. “¡Qué macanudo, che Arolas! Tocalo otra vez. ¿Cómo se llama?”. “Se llama ‘Una noche de garufa”. Fue en la esquina de las calles Suárez y Necochea. Y el tango sobrevolaba con sus alas el alma de “la Vuelta de Rocha”.