Opinión

Motas de ternura

A mediados de noviembre, un día despejado y sin frío, algo insólito en esos parajes del interior de la provincia española de Aragón entre las estribaciones de la sierra de Monegros y Javalambre, acudimos a Teruel al encuentro de una cita postergada durante años: visitar la tumba de Diego de Azagra e Isabel Segura, los ilustres ‘Amantes’.

A mediados de noviembre, un día despejado y sin frío, algo insólito en esos parajes del interior de la provincia española de Aragón entre las estribaciones de la sierra de Monegros y Javalambre, acudimos a Teruel al encuentro de una cita postergada durante años: visitar la tumba de Diego de Azagra e Isabel Segura, los ilustres ‘Amantes’.
El mausoleo, obra de Juan Ávalos en la mudéjar Torre de San Pedro entre un ábside poligonal, tiene esa hermosa melancolía esculpida en piedra blanca unida insolublemente a la pasión, siendo justamente el origen de unas coplas magníficas sobre esa enfermedad que crece sin curarse: “Es hielo abrasador, es fuego helado, / es herida que duele y no se siente, es un soñado bien, un mal presente, / es un breve descanso muy cansado”.
Ahora nos llega otra narración envuelta en el tiempo. Un grupo de arqueólogos han hallado en la ciudad italiana de Mantua, una sepultura con dos esqueletos con seis mil años de haber sido enterrados, y corresponden a unos jóvenes que vivieron en el Neolítico.
La primicia de los bautizados ‘Amantes de Valardo’ –labrantío donde fueron hallados– es que están perfectamente conservados y ceñidos en compostura amorosa.
El fallecimiento del hombre y el posterior sacrificio de la mujer para ser sepultada con él es una de las hipótesis para explicar la forma del enterramiento: brazos y piernas cruzados como si se protegieran mutuamente.
Junto al esqueleto masculino se encontró, a la altura de las cervicales, una punta de sílex, y en el de la mujer una cuchilla alargada entre uno de sus muslos.
Los huesos serán recuperados sin separarlos para exponerlos en el Museo Arqueológico Nacional de Mantua, escenario de la ópera ‘Rigoletto’. A la par ya germinó una leyenda imperecedera igual a Romero y Julieta, los tiernos amantes de la cercana Verona inmortalizados por William Shakespeare –“¡Ay, el sol no querrá alumbrar con sus rayos un día tan cruel!”– o el Teruel de Diego e Isabel.
El poeta Maiakovsky, mirando otros cuerpos igual a los del relato, obtuvo su propia conjetura: “No acabarán el amor / ni la riña / Ni la distancia. / Pensando, probando, verificando. / Levanto solemne el verso de mil dedos-estrofas. / Juro, fiel y seguro. / Amo”.
Cuando todo desaparezca, en el espacio habrá pequeñas partículas de la esencia primogénita con la que Dios hizo el mundo: motas de ternura.
Esos esqueletos envueltos en brumales amorosos venidos de la prehistoria, nos hablan de como la querencia puede pervivir por encima de las tumbas.