Opinión

El poeta de la luz

Sin darnos cuenta todos somos un poco griegos y amamantamos la esencia de esa raza. Allí nació una de las cualidades que hizo al hombre universal: el diálogo. Es decir, el pensamiento compartido.
Jorge Luis Borges cuenta cómo unos seiscientos años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor historia posible: el descubrimiento del diálogo.

Sin darnos cuenta todos somos un poco griegos y amamantamos la esencia de esa raza. Allí nació una de las cualidades que hizo al hombre universal: el diálogo. Es decir, el pensamiento compartido.
Jorge Luis Borges cuenta cómo unos seiscientos años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor historia posible: el descubrimiento del diálogo.
“La fe, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban el orden; algunos griegos contrajeron, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, metafísica”. Y finaliza recordándonos: “Sin esos pocos griegos conversadores, la cultura occidental es inconcebible”.
Ante esa poderosa causa, uno mira el país con respeto, al estar parte de nuestra memoria allí, entre los pliegues de sus sinuosas ondulaciones. Y más en estos momentos en que la crisis económica la aplasta de una manera miserable e injusta.
De esa Grecia actual aún nos envuelve el aire y las costas de Creta, brumosas en la lejanía camino de Chipre. Allí, en fecha lejana, acudimos a sembrar pinos negros y a bañarnos en aceite de oliva, para que los dioses nos fueran propicios.
Fue una ceremonia como aquella otra recreada por Curzio Malaparte Falconio (Kurt Erich Suckert) en la Torre del Greco, pero más pura. En lugar de efebos pariendo a la pálida luz de la luna, había mujeres con pechos igual a cántaros de leche y pasión carnal desatada.
De aquella ceremonia salimos mucho más claros a los sopores de la vida.
Desde el mar uno contempla como al cambiar la luz del día, también lo hace Creta, y así, tras un blanco translúcido, viene un manto de sombras, ahora rojas, ahora grises. Aquel anochecer el viento era suave y preñado de nostalgia.
Las cercanas rocas de mármol nos llamaban, pero igual a Ulises, nos hicimos sordos dolientes.
En unas calendas de Bufalino se lee: “Es curioso cómo el tiempo finge correr... y por el contrario está parado”.
Nos estamos dando cuenta: es la vida evaporándose.