Opinión

El balcón de la vereda

El balcón de la vereda

Los balcones, sin ellos saberlo, suelen ser atalayas del alma, promontorios donde en noches languidecidas y cubiertas de insomnio, asomamos nuestro cansancio interior a la brisa de la vereda en que encalló el barco de nuestra existencia. De aquí, posiblemente, hacia la eternidad o la nada.
Esta última noche el balcón se hallaba en brumas y todos los ruidos de la cercana autopista se habían disipado. Pocas veces sucede, pero en esta ocasión se estaba bien allí. La cercana discoteca de las hijas de lesbos tenía cerradas sus puertas, los alborotadores recogelatas de la esquina se fueron disipando y se sentía en el ambiente placentero el sosiego de la suave calma interior.
Era la hora clara de la ensoñación y de cerrar los ojos; también el momento de soltar la imaginación, de por sí calenturienta y casi casquivana. Frente a nosotros, tomando forma, el emperador Adriano. Esa misma mañana habíamos realizado un trabajo sobre su reinado apoyándonos en las páginas escritas por Marguerite Yourcenar.
Al hombre lo contemplo viejo en el espejo de mis ojos; más que eso: envejecido. Su abatimiento interior es claro. Enterró hace poco el cuerpo hermoso de su joven amante Antínoo, y él, un César, dueño del mundo conocido, llora cual un niño abandonado en medio de la oscuridad. Su dolor se desnuda como un árbol en el otoño, y siento piedad al contemplarlo tan afligido.
Es curioso lo que puede hacer un mirador solitario en medio de las tinieblas de la noche. Por él van desfilando para bien o mal, todos los espíritus que me atormentan y caminan a mi lado en una interminable procesión, cortejo de aleluyas y comedias donde uno al final, es simplemente espectador ante el gran teatro del mundo.
Al alba el cielo gris está encapotado y la cordillera del Ávila escondida en una espesa niebla. Desde niño siento un placer casi enfermizo por la lluvia. Siempre ha sido así, el agua me trae un remolino de recuerdos, una sensación extraña de lejanía. Un día, cuando era igual a una rama de laurel, frágil y quebradiza, madre miraba el mar. Lo hacía con esa parsimonia que tienen las mujeres cuya ternura se les metió hasta en los huesos y han parido hijos como si el viento morara en el bajo vientre. Ella lloraba aquella tarde fría frente al mar bravío y hosco todos sus sueños de tristeza.
Ahora, asomado al balconcillo de la vereda, vienen esos vientos remolinados de recuerdos cargados de profunda morriña.