Opinión

Cementerio de Ceares

Sobre los acantilados donde está el pequeño promontorio que huele a algas marinas, grupos de gaviotas hacen círculos interminables sobre los desnudos peñascales que caen hacia la playa.

Sobre los acantilados donde está el pequeño promontorio que huele a algas marinas, grupos de gaviotas hacen círculos interminables sobre los desnudos peñascales que caen hacia la playa. En esa arena corretea media infancia y entre sus guijarros, escondidos en las pequeñas y angostas cuevas de los cangrejos rojos, aún deben estar escondidos algunos sueños, muchos miedos y los primeros fantasmas que habrían de perseguirme después toda la vida.
A lo lejos, desde la parte vieja del camposanto, siento venir la esencia de madre. Ella, cuando me presiente, mucho antes de que tan siquiera me acerque a las tapias, comienza a tararear unas estrofas para confundir mi ánimo de espíritu. Su canción habla de su amor, la ternura escondida en su corazón y como estará allí siempre para esperarme.
Al sentir mi presencia, vuelve la cabeza, mientras deja entrever por entre la comisura de los labios una sonrisa.
Me habla, casi de sopetón de la Julia, la muchacha enterrada a su lado y que un buen día un gañán cosió a puñaladas. Hoy precisamente es el cumpleaños.
Julia es una joven prostituta a quien el único hombre que tuvo de verdad y la marcó hasta lo más profundo de las entrañas, un mal día le cosió la sangre. Llegó al cementerio rota, hecha pedazos, y madre con mucha paciencia, usando hierbas medicinales de los campos vecinos y los pocos conocimientos de anatomía que aprendió en la gran guerra, fue reconstruyéndola de nuevo. Ahora Julia vuelve a cimbrear su cuerpo por entre los nichos y más de un muerto se desespera por sus huesos. Tiene un amor silencioso, un general republicano muerto en duelo de honor, pero que solamente atina a mirarla y a lanzar suspiros tan profundos y hondos como si los surcos de la tierra temblaran de querencia.
-Pobrecito el hombre, comenta madre. Demasiada edad para la muchacha, pero no puede controlar su corazón y éste se le sale del cuerpo nada más verla. Ella está sola y golpeada, pensando siempre en aquel canalla que la encerró en esta parte de las sombras, pero el anciano general, solísimo. Jamás he visto que viniera a verlo nadie. Al principio, hace de estos mucho tiempo, una señora de mediana edad solía traer un ramo de rosas blancas y colocarlas sin decir palabra sobre la losa. Un día dejó de venir y las últimas flores terminaron también convertidas en polvo.
-El amor, madre, es una fruta que jamás está madura.
Le digo que el general es de su misma edad y le puede ayudar a calentar la tumba, pero enseguida me corta: “El hombre es posible que necesite otro cuerpo para calentarse, pero a la mujer le sobra con sus recuerdos. Yo he tenido muchos y llenan todas mis horas de soledad. Por otra parte, ya no soportaría otros sudores que no fueran los míos”.