Opinión

Cartas

Lo afirmó Fernando Pessoa. “Todas las cartas de amor son ridículas. / No serían cartas de amor si no fueran ridículas / También yo escribí en mis tiempos / cartas de amor ridículas”. Y hoy hago eso, escribir una carta de amor al pisar tierra asturiana en una corta singladura cara a los peñascales, donde en alguna parte, se adormece mi infancia y matice las primeras querencias ante los ojos encendidos de una mujer.

Lo afirmó Fernando Pessoa. “Todas las cartas de amor son ridículas. / No serían cartas de amor si no fueran ridículas / También yo escribí en mis tiempos / cartas de amor ridículas”.
Y hoy hago eso, escribir una carta de amor al pisar tierra asturiana en una corta singladura cara a los peñascales, donde en alguna parte, se adormece mi infancia y matice las primeras querencias ante los ojos encendidos de una mujer.
Ya no se escriben así, de esta forma tan cursi, acaramelada y ramplona, pero todos de una forma u otra, alguna vez, en estos momentos en que el corazón se vuelve tarambana, a escondidas hemos garrapateado unas palabras como las que el escribidor teje esta mañana cara al mar Cantábrico de todas sus ensoñaciones.
Amada: El agua, como a cántaros, ha matizado los campos de profundos tonos. Los árboles tiritan y la corta hierba ha comenzado a germinar con una inusitada fuerza. Ya es otoño y la vida vuelve de nuevo.
La casa está envuelta en un silencio casi sepulcral y la vereda húmeda y distante. Reviso viejas notas escritas pero jamás enviadas, ahora mustias por el inexorable paso del tiempo. Un pedazo de nuestra vida mora ahí; dentro de esas letras están retenidos parte de los sentimientos más sinceros.
Lo recuerdo bien: por aquel entonces te entusiasmaban los vientos y los copos de nieve. Un día me dijiste mientras doblabas unos retazos de tela comprados a una gitana ambulante: “Yo moriré sobre la nieve, me volveré carámbano, campanilla blanca, beso frío”.
En ese desasosiego, como barca hundida en la arena, se nos fueron los años. Cuando no estabas a mi lado o de noche, escribía cartas; fueron cientos, acaso miles, tantas como los días varados postrado sobre mi camastro. Ninguna de esas misivas llegó a tus manos, pero en cada una se reflejaba el amor que, a la par de la fiebre, iba subiendo dentro de mí.
Un día te pregunté, cuando el cielo estaba plomizo y la luz apenas inundaba el cuarto, si recordabas el otoño, la estación de nuestras primeras travesuras y aquellos escamoteos de un cariño dulce, suave y honesto como una retama recién crecida.
Lo dijiste muy suavemente, como para que no te oyera: “El otoño se ha vuelto mucho más melancólico”.
Me levanté como pude, te tomé entre mis brazos y musité cerca de tus labios viejas nanas. Tus pechos pequeños saltaban como aves asustadas, mientras la mirada, esos ojos inmensos, se introducían en ti misma. Bien lo recuerdo ahora: estabas preciosa, muy linda. Tu boca invitaba al beso, pero lo dejé en el aire. “Tonto”, me dijiste, te soltaste, y avanzando unos pasos, comenzaste a mover tu cuerpo al ritmo de un cervatillo salvaje. Volví a caer rendido entre las sábanas.
Una vez más, perdí la batalla del amor contigo. Y ahora estoy aquí, en esas callecitas de la villa marinera donde si toco las paredes húmedas, siento tu aliento y la esencia de aquellos besos furtivos.
Leo la carta pausadamente y me perece ridícula, pero me digo como el poeta de la Lisboa con sabor a salitre, que “sólo las criaturas que no escribieron nunca cartas de amor son ridículas”. Pues las cartas de amor –si existe el amor– deben ser ridículas, fluidas de palabras azucaradas.
No cabe duda: Estamos ante un tiempo perdido y muy olvidado, pero que de una forma u otra, sin apenas darnos cuentas, nos atañe a todos lo que hemos dicho con sincera emoción: ¡Te amo!