Opinión

Campos de gorriones

Vuelvo a estar en el Principado de Asturias y cada vez que sucede eso, regreso al niño de entonces y me veo correteando por el inclinado cementerio de la villa provinciana, donde jugábamos al escondite entre las tumbas y los rastrojos. En aquel entonces la muerte era algo impreciso, lejano, casi etéreo.La vida por aquel entonces era serena y transparente. Muy sencilla.

Vuelvo a estar en el Principado de Asturias y cada vez que sucede eso, regreso al niño de entonces y me veo correteando por el inclinado cementerio de la villa provinciana, donde jugábamos al escondite entre las tumbas y los rastrojos. En aquel entonces la muerte era algo impreciso, lejano, casi etéreo.
La vida por aquel entonces era serena y transparente. Muy sencilla. Las tumbas, lugar para jugar al escondite y comenzar, en solitario, las primeras escaramuzas del amor. Aquellos cipreses erguidos, cimarrones duros contra el aire, nos asombraron siempre y aún hoy lo hacen, pues seguimos sintiendo por ellos, cuando volvemos a contemplarlos, el mismo respeto imponente del monje trapense.
Ahora la necrópolis es otra forma, un dolor más. A ras de la tierra húmeda está madre, también un hermano convertido en brizna.
Una tarde de tantas –años por medio– retornamos a nuestra niñez perdida. Era un día esplendoroso de luz y la brisa. Bajo la sombra de un ángel blanco de mármol, una mujer entrada en años, gruesa, con un rostro limpio de nácar, les recitaba con voz ronca a un grupo de imberbes un extraño pero encantador poema que los años no pudieron borrar de nuestro sentimiento.
Decían las desbordantes palabras, más que eso, guijarros húmedos y brillantes: “El planeta tierra / debería llamarse planeta agua. / En la tierra hay más agua que cuerpo, / En el cuerpo hay más cuerpo que alma. / En la tierra hay más peces que aves, / En las aves más plumas que alas”.
Era el amor a la vida toda explicado con una entonación afectiva incomparable.
Noches u años después, revisando un libro de Gloria Fuentes, tropezamos con esos versos. Los ojos se llenaron de humedad al recordar la tan lejana infancia.
Uno vive del pasado, pues sin él, no existiría el presente. Es el agua para pagar la sed de las experiencias que han ayudado a forjar al hombre de ahora mismo.
En Gijón, el pueblo marino de mástiles sin sombras, donde madre empujada por el dolor de la posguerra nos trajo al mundo envueltos en cariño trasparente –lo único que en verdad ella tenía a borbotones– regresaremos a la calle Eulalia Álvarez en el barrio estrecho de El Llano. Nada será igual, seguro, pero estará el aire, alguna vieja casa y el camino largo y estrecho hacia el cementerio.
Muy posiblemente todo sea igual y a la vez diferente. El pequeño de entonces, ya un poco más hombre y un tanto más viejo, mirará las fechadas, buscará algo que le recuerde juegos, travesuras, los primeros resquicios de algo convertido más tarde en una especie de amor primerizo.