Opinión

Alcohol y risas

Me adormezco como los hombres cansados de haber vivido demasiado: entre una duermevela apesadumbrada esperando el crepúsculo matutino que llega por el Este. También lo hacen los vientos temerarios y los afligidos nubarrones.

Me adormezco como los hombres cansados de haber vivido demasiado: entre una duermevela apesadumbrada esperando el crepúsculo matutino que llega por el Este. También lo hacen los vientos temerarios y los afligidos nubarrones.
Sobre la mesita tengo dos obras de Joseph Roth. Son excepcionales compañeros del insomnio, de igual forma ‘Memorias de Adriano’.
Esta noche pasada faltaban unas horas para el alba cuando fui despertado por el sonido de unos cláxones y gritos salidos del bar de la vereda donde los introvertidos del amor han construido su nido ardiente de alcohol y risas.
Ya no pude regresar al sueño. Cuando eso sucede, los añejos libros hacen grata compañía; es más, uno agradece ese despertar pues son los momentos más apacibles de las sombras.
Para los hombres de mi generación, construidos de polvo y abatido desasosiego, los de la posguerra, el estraperlo y los caminos tortuosos de la emigración, Roth era el personaje contador de historias en las cuales nos apoyábamos para sobrevivir, puesto que nadie debe poner en duda que este ruso nacido en Galitza, de padre austriaco y madre rusa, ha sido, con Borges, el contador de las más fascinantes historias de la literatura europea del siglo pasado, el mismo que se perdió por los vericuetos de la infinitud.
‘Job’, por ejemplo, es un relato preñado de clímax desde la primera sílaba a la última. Su comienzo siempre nos ha parecido extraordinario, ante todo por su sencillez y claridad, pues simplemente cuenta una historia de la misma forma en que lo pudiera haber hecho el viejo abuelo al calor de la lumbre, en una de esas interminables noches del invierno ruso. Comienza así:
“Hace muchos años vivía en Zuchnow un hombre llamado Mandel Singer. Era piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común, corriente, que ejercía la modesta profesión de maestro. En su casa, que se reducía toda ella a una amplia cocina, enseñaba la Biblia a un grupo de niños. Lo hacía con verdadero celo, pero sin notables resultados. Antes que él, miles de hombres habían vivido y enseñado de la misma manera”.
Evoco ahora con las primeras luces de la madrugada y después de volver a cerrar, como en tantas otras ocasiones, esas páginas admirables, lo expresado por un amigo un día en Viena estando de paso hacia Belgrado. El compañero de viaje, profesor de literatura europea del siglo XX en la universidad de Timisoara, Rumanía, era un incondicional de Roth.
A él le parecía extraño que el escritor no estuviera en la lista de los libros de autores judíos que conmovieron al mundo, y con una sapiencia admirable nos recordó ‘El hombrecillo de los gansos’ de Jacob Wassermann, ‘Veinticuatro horas en la vida de una mujer’, las sensibles páginas de Stefan Zweig; ‘La muerte de un viajante’, del enamoradizo Arthur Miller con esa muerte tan cercan que me ha taladrado tanto como la de Susan Sontag; ‘Oscuridad al mediodía’, el relato de las injusticias de Arthur Koestier y tan admirables como el ‘Diario de Anna Frank’, y para no seguir haciendo la lista inmensa ‘El esclavo’ de Isaac Bashevis Singer.
Hoy he vuelto a desahogarme de mis dudas, miedos y pasiones interiores. Ya he comenzado a escribir para la bruma de la remembranza.