Opinión

Vender… Comprar… Vender

Vender… Comprar… Vender

“La ciudad de Viena se dividía en dos segmentos: el de los comerciantes y el de sus víctimas”

Thomas Bernhard

Al bajar las escalinatas rumbo al Metro, oigo los sones de un violín bien afinado. Es un joven de barba rala, interpretando una conocida melodía clásica, cuyo origen mi torpe oído no es capaz de precisar. El estuche del instrumento está abierto, para que los oyentes transeúntes dejen unas monedas como precaria retribución, o algún billete menor, si el ánimo comercial de uno anda gratificado.

El violinista no es un músico, menos un “artista”, aunque este calificativo se prodigue hoy a cualquiera que cacaree, aúlle o vocifere arriba de un escenario. Se trata, entonces, de un “emprendedor” musical, que vende a los escuchas los sonidos que pulsa desde su “experticia” melódica. Según este criterio lingüístico, que corresponde a la filosofía del neoliberalismo a ultranza que padecemos en el vanguardista Chile, los escuchas son sus “clientes”, que compran el usufructo sonoro de la melodía. Es, por lo tanto, una transacción más de tantas que componen nuestra existencia, acotada en las fluctuaciones de dos verbos esenciales: vender y comprar.

El pasajero o usuario del Metro se denomina también “cliente”. Las operadoras que cargan tarjetas y expenden boletos, son dependientas o vendedoras. El servicio del ferrocarril subterráneo se transforma así en una tienda gigantesca, una especie de “mall” con infinitas sucursales, donde se compra y se vende, de manera incesante, la condición de viajero, al punto de encomiar sus “ejecutivos” los dos millones de clientes diarios que recurren a este medio de transporte moderno.

En la superficie, esta dialéctica se replica en todas las actividades y servicios. Los pacientes o más bien “padecientes” con alteraciones de inmunidad biológica y otras dolencias, son, asimismo, clientes de servicios de salud y de clínicas y hospitales, en donde hay una variada gama de opciones de “hotelería”, que suele destacarse mucho más que la infraestructura de tecnología médica disponible o que la capacidad profesional de los galenos, transformados en una suerte de altos emprendedores de la industria hotelera. Tanto así, que en los establecimientos clínicos de nivel ABC 1, cada especialidad médica debe rendir según índices productivos preestablecidos, como si se tratara de la línea de productos de una multitienda.

Así, por ejemplo, un médico jefe de UTI o UCI, deberá informarse, antes de prescribir el tratamiento de internación, por el estado de cuenta bancaria del cliente, o de su familia directa, con el objeto de sacar buen partido de esas asépticas antesalas del purgatorio salutífero. Seguimos, pues, la conjugación: el vástago de Hipócrates deviene en vendedor y el enfermo en comprador.

El nuevo lenguaje pragmático se hace expresión cotidiana, aplicado a la credibilidad o duda o negación de lo que se afirma; escucharemos: “no te compro”, es decir, lo pongo en entredicho, no te creo, no lo acepto; por el contrario, “te compro”, significa aquiescencia, acuerdo, aceptación. Con esto, simplificamos el idioma, volviéndolo accesible de modo transversal y multitudinario, como en una feria del toma y daca. La filosofía del mercader ha permeado casi todas las capas de la vida social; las que aún no han caído, lo harán pronto, porque el proceso es avasallador y sin vuelta atrás. ¿”Me compras”, caro lector?

Hubo ámbitos que creímos sagrados, inexpugnables ante el grosero acoso mercantil, como la Academia. Pero, desde los albores de los 80, el sistema impuesto en nuestro país por la dictadura milico-empresarial y sus filósofos de Chicago, se encargaría de hacer de la universidad una nueva tienda de compraventa, al extremo que durante dos décadas fue más fácil, en términos financieros, administrativos y burocráticos, instalar una casa de estudios superiores que una carnicería; para implementar aquélla bastaba con una vieja casona, un lema en latín (como esos que repetía, sin entenderlos, Augusto mílite) y las tres cátedras básicas: periodismo, psicología y derecho; para la segunda, se requiere de varias condiciones sine qua non (ya veis, mi docto latín…), tales como exigencias sanitarias, normas tributarias e implementaciones rigurosas.

El estudiante se transformó en cliente. Su arancel iba a ser proporcional a la certeza de aprobar la carrera, sin que en esto mediara ni la vocación ni la aptitud; la inteligencia no es necesario mentarla, pues dependía de la billetera del padre o representante, lo mismo que la calidad de cliente: Silver, Golden o Platinum, según fuese. Se hizo común la visita del apoderado al director o rector del establecimiento, para evitar que su hijo o pupilo fuese reprobado en los ramos finales del semestre.

Dicen algunos pensadores que el neoliberalismo es una religión. Como tal, sus ritos fundamentales se manifiestan a través de las instancias del consumo frenético. Sus fieles acuden en masa a los nuevos templos: el mall, que es la catedral; el strip center, equivalente a la parroquia; las tiendas de barrio o boutiques, serían las capillas. El consumismo es el mesías del sistema; su evangelio o buena nueva es la posibilidad de acceder a placeres de multiplicación geométrica; las páginas del libro de oraciones son las tarjetas de crédito.

Pero no todo es perfecto –ni siquiera en el neoliberalismo–, y hay que considerar a muchísimos individuos presa de angustia existencial ante las incógnitas de la decrepitud, la enfermedad y la muerte. Mas el sistema ofrece una interesante variable de paliativos, desde el “tarot filosófico” hasta los “cuencos tibetanos”. La administración de estos sacramentos tampoco es gratuita; como cualquier compraventa, hay que pagarla, pero a no preocuparse, tenemos precios a la medida de cada bolsillo, aunque no todos entreguen la satisfacción esperada.

El sistema exhibe también una multitud de modestísimos “emprendedores” que son auténticos parias del modelo. Me refiero a los miles de vendedores ambulantes que pululan en todas nuestras grandes ciudades, donde parece haber más personas ofertando que las que demandan. Se trata de cesantes disfrazados, porque no integran la estadística de parados, sino que figuran como “trabajadores libres” o “por cuenta propia”, eufemismos que no esconden lo inhumano de su condición, desprovistos por completo de asistencia social, perseguidos por la policía, más preocupada de ellos –en función de proteger la propiedad de los comerciantes establecidos– que de combatir la delincuencia callejera y el narcotráfico. En todo caso, a estos humildes comerciantes les queda la ilusión de prosperar; un haitiano, que vende superocho, bien puede soñar con trocarse en multimillonario. Ya lo decía el empresario Errázuriz, que comenzó su meteórica prosperidad con una docena de pollos recién salidos del cascarón. Es asunto de esfuerzo.

El lenguaje, equívoco o derechamente falaz, vuelve aquí por sus fueros, para minimizar los horrores de un estado de cosas inicuo. Vemos cómo, las propias víctimas justifican el oprobio, haciendo suyas expresiones como: “los patrones nos dan trabajo”, “el nuevo mandatario es tan rico que no necesita robar”, “mi jefe es buena persona, por eso, no necesitamos formar un sindicato”.

No quieren entender que la compra del trabajo asalariado es la que genera la plusvalía, transformada luego en riqueza para el capitalista; que ese salario jamás les permitirá, ni a él ni a los suyos, salir del círculo fatídico de pobreza-necesidad, porque los atenuantes de subsidiariedad no eliminarán ese estatus ni menos cambiarán las estructuras económico-sociales que lo hacen posible.

En marzo venidero, el mayor de todos los comerciantes asumirá la primera magistratura de la nación. Su vida es un ejemplo para los pobres o semi-pobres o pobres en-vías-de-superación; asimismo para los clase-media-baja, los clase-media-media y los clase-media-alta, con una pequeña salvedad: el individuo de marras acumula una riqueza personal de US$8.000 millones (ocho mil millones de dólares); con nueve ricachones como él, completamos el presupuesto anual de Chile. ¿Y el resto?

Por algo Cristo empleó un látigo para expulsar a los mercaderes del templo. Pero los Chicago Boys nos dirán que el Mesías desarrapado fue un gran “emprendedor”; por algo multiplicó, sin más, los panes y los peces…

Aunque vendiendo o comprando, él “no le había ganado a nadie”, ¿verdad?