Opinión

Valetudinarios

Es de estúpidos continuar
perdiendo los placeres de la vida por miedo a la muerte.

Catón el Viejo

Los achaques propios de la vejez lo transforman a uno en valetudinario, enfermizo, de salud quebrada, como define el concepto Martín Alonso, para mayor claridad… Esta palabra la escuché por vez primera de mi padre, a propósito de un viejo amigo suyo que había adquirido ya esa categoría inevitable que nos obsequia Cronos como parte del proceso de la decrepitud.
He cogido esta primavera un resfriado agudo, con bronquitis y exacerbación del asma, y se me ha venido a la cabeza aquel sustantivo que adjetiva, de manera impune, mis tres cuartos de siglo de vida. Nada grave, aunque tenga resabios de pasadas hipocondrías que me llevaron a hablar de dolencias propias, reales o supuestas, como si fuesen tema de adecuada conversación y los demás tuvieran que interesarse por nuestros padecimientos corporales; porque los del alma, del espíritu o de la mente solemos guardarlos con mayor recato, salvo con amigos que puedan aligerarlos al conjuro de un buen vino conversado.
Cuando mi padre gallego cumplió ochenta años aparecieron en él, o se agudizaron, ciertas anomalías de la senectud: diabetes senil, dolencia bronco-pulmonar, y otras de inútil descripción… Mis hermanos menores, preocupados sin duda por su bienestar e imbuidos de los dudosos beneficios de la medicina bien pagada, solicitaron el concurso mercenario de tres médicos conocidos, para evaluar el estado de salud del patriarca.
Luego de numerosos exámenes y análisis de rigor, fue convocada una reunión del padeciente (mi padre), su mujer (mi madre) y los solícitos hijos (hermanos), para arbitrar eficaces medidas de salubridad que le aseguraran una larga vejez, tranquila y sin sobresaltos. El galeno que hacía de jefe de aquella tríada de modernos sangradores, tomó la palabra, circunspecto de ademanes, locuaz en su léxico especializado, para leer al viejo la cartilla: -“Debe eliminar las grasas, los huevos con tocino al desayuno, la mantequilla, el jamón serrano, las chuletas de cerdo, los chorizos, el pan blanco, por completo… Una tajada de pan dietético sin sal y una copa (pequeña) de vino tinto al día… Nada de licores destilados, muy poca sal en la comida, verduras cocidas y una fruta por jornada, como máximo… Ah, y yogur light…”.
Mi madre asentía, aunque escéptica. Mis dos hermanas miraban al viejo gallego, con ojos entre severos y dulzones, como ejerciendo una catequesis probada… Mis hermanos opinaban con la seguridad de quien paga la cuenta sin remilgos… Todo parecía encauzarse sobre los rieles del estricto orden tribal, hasta que el Gallego tomó la palabra, para preguntar, desde el prurito de su retranca:
-¿Y usted me asegura, doctor, que si me atengo a sus consejos y prescripciones, y a esa dieta de fakir, viviré hasta los cien años en plenitud de condiciones?
El galeno titubeó un instante, se repuso en su clínica facundia, y respondió:
-No, eso nadie podría asegurárselo… Sólo se trata de que goce de una mejor vejez.
-Entonces –replicó mi padre, en la certeza prosódica de su viejo acento de la Galicia profunda, mientras sus ojos azules relampagueaban sobre la faz atónita de los tres facultativos–, váyanse ustedes a hacer puñetas… Dio media vuelta y se encerró en su dormitorio, tras un portazo memorable.
Tal vez mi padre hubiese leído a Pero Mexía, en cuyos Coloquios y diálogos, publicados en 1547, en Sevilla, manifestaba sus aprensiones frente al oficio de la medicina:
“Seiscientos años se defendieron los romanos de los médicos, que nunca los hubo en Roma ni los admitieron y nunca tan sanos vivieron ni tanto como en aquel tiempo. Verdad es que, siendo cónsules L. Emilio y Marco Livio en el año 535 de la fundación, no se por quien persuadidos admitieron a un médico griego peloponense, llamado Archagato y le dieron casa y salario público y, como cosa nueva, agradó en sus principios; pero después que experimentaron sus sangrías y sus cauterios y extrañas maneras de curar, fue desterrado él y otros que ya habían venido; y esto por autoridad y consejo del grande Catón el Censorino, el cual vivió 85 años, porque veáis la falta que le hizo el Archagato y los demás”.
“…Y no fueron sólo los romanos en esto; que los babilonios que fueron doctos y letrados, Estrabón y Herodoto escriben que no tenían médicos conocidos y a los enfermos les hacían sacar a las plazas porque los vecinos que tuviesen experiencias de semejantes males les aconsejaban lo que harían; y lo mismo se escribe que hacían los egipcios, y en nuestra España los Lusitanos”.
“Sé también que desque comenzó a haber médicos usó a vivir poco los hombres y que los romanos antiguos vivían más sanos y más tiempo que los reyes y emperadores que dieron salarios e hicieron mercedes excesivas a médicos. Si no, dígalo Alejandro Magno, que no llegó a cuarenta años; y díganlo hoy día los viejos sanos de los montes y aldeas que nunca vieron médicos y los mozos que mueren en sus manos en las ciudades y cortes”…

Pero no exageremos en denostar la medicina “profesional” y denigrar a los médicos, porque no cabe poner en duda los notables avances científicos en esta controvertida materia. Las estadísticas así lo demuestran, la esperanza de vida aumenta progresivamente y muchas enfermedades letales han sido conjuradas y otras reciben eficaces paliativos. (Un amigo mío, conspicuo “momio”, dirá: -Y todo esto se debe al Capitalismo, motor incuestionable del progreso humano-). 
Parte de esos avances están en la repisa-velador, al costado de mi cama: antihistamínicos, inhibidores de la presión cardiovascular, antidiabéticos, aspirinas, inhaladores con y sin corticoides, multivitamínicos, calcio… Por la mañana, antes de desayunar, bebo 150 cc de cloruro de magnesio, luego como una naranja o un pomelo, antes de desayunar… Al afeitarme, reviso cada día mis pupilas, para comprobar que aún no tengo en su curva inferior el ribete descolorido de la senilidad, mientras procuro recordar adjetivos, adverbios y conjugaciones difíciles… ¡Ay de mí cuando me falle la memoria!
-¿Le tiene usted miedo a la muerte?
-Ni tanto, pero no olvido lo que dicen de ella los campesinos gallegos: “Es una puta vieja, pero todos terminaremos acostados en su lecho”.
Mientras tanto, la vida sigue, y dar por completo la espalda a sus placeres me parece una aberración, aunque los médicos y la cordura familiar me digan lo contrario… (Hoy me juntaré en el bar La Cabaña, con mis colegas escribas, sanos o valetudinarios).
¡Salud y buenos deseos, lector amigo!