Opinión

Sin ti mi cama es ancha

Jorge Calvo, conocido e ilustre narrador nuestro, toma prestado el título de su reciente novela (SIGNO Editorial, octubre 2020) de una canción amorosa de Joan Manuel Serrat. Es un buen nombre, que se aprecia mejor al cabo de la lectura de sus doscientas dieciséis páginas. Calvo escribe al final de la narración un rango de fechas: Estocolmo 1999; Santiago 2016.
Sin ti mi cama es ancha

Jorge Calvo, conocido e ilustre narrador nuestro, toma prestado el título de su reciente novela (SIGNO Editorial, octubre 2020) de una canción amorosa de Joan Manuel Serrat. Es un buen nombre, que se aprecia mejor al cabo de la lectura de sus doscientas dieciséis páginas. Calvo escribe al final de la narración un rango de fechas: Estocolmo 1999; Santiago 2016. Cabe la sospecha que trabajó en ella diecisiete años, lo que no constituiría mayor sorpresa, conociendo la minuciosidad con que aborda el oficio literario, con la paciencia, digámoslo, de un topo flaubertiano. Sí, sabemos de textos narrativos suyos que, después de larguísimas horas de trabajo, fueron a parar al fondo de un cajón polvoriento o terminaron destruidos por la impaciencia o la frustración creativa del novelista quien, tras su apariencia algo plácida, esconde la exasperada turbulencia del narrador impaciente, a punto de transformar sus palabras en el lanzón que rasga sin piedad el aspa de los molinos de viento.

Comprensiva lectora, aquiescente lector, Miguel de Loyola, “narrador de fuste”, como he dicho de él, me reprocha cierta benevolencia, en mis crónicas literarias, con autores chilenos cuyas obras comento. Debo aclarar que son pocos los textos, entre los muchos recibidos, que concretan estas opiniones del compulsivo lector que soy; nunca “crítico literario”, categoría y oficio que escapan a mi competencia y que atribuyo, más bien, a ciertos escribas que sustentan opiniones, tanto si son acertadas como si constituyen dislates, en barrocos diplomas de experticia académica. Ambos riesgos quedan aquí asumidos desde mi irrestricto amor a la literatura y seguirán siendo subjetivos, sensibles y apasionados. La imposible objetividad literaria no pasa de ser un intento, más o menos patético, de emplear jerigonzas estructuralistas, mientras nos hablan de los constructos, las deconstrucciones y los ad-adjetivos. Son “aves del gay trinar”, como dijera don Antonio Machado.

Cuando un libro no me gusta –tan simple como eso–, no digo nada, no opino ni menos escribo. A veces, los autores o autoras me escriben antes de publicar y me solicitan un prólogo. Menuda cuestión cuando un texto no te agrada; ni qué decir con obras donde pululan, como cucarachas desnortadas, las faltas de ortografía. Es mejor entonces callar, hacer mutis por el foro, no arriesgarse a represalias verbales, que suelen ser las más enconadas. Tengo claro y lo aplico, un precepto de mi señor padre, asiduo lector: “Lo menos que se le puede exigir a un libro es que esté bien escrito”. Se refería a la básica corrección gramatical. Después, el proceso de la creación literaria se abre en sucesión interminable de abanicos. Aquí se hace pertinente la reflexión de Truman Capote: “Cuando me di cuenta de la diferencia que existe entre escribir bien y escribir con arte, estuve a punto de abandonar la literatura”.

Esta novela de Jorge Calvo me abrió su puerta o portada para que yo caminase por las calles nocturnales de Malmö, en el grisáceo invierno hiperbóreo, dejándome llevar a través de senderos y regatos, en el fluir moroso, pero sin pausa, de sus palabras, donde no hay el sobresalto cacofónico de los ripios ni el peligro de ahogarse en un remolino urbano. Y es que Jorge Calvo pasa, sin estridencias, del oficio constante y solitario al arte de escribir bien y de entretener al lector, haciéndolo parte de la historia, merced a un lenguaje coloquial, de fino humor y contrapuntos emocionales.

Los personajes nos resultan conocidos, individuos inefables, siempre aislados, desde el propio territorio insular que cada ser humano habita, exacerbado por esa condición insegura y a menudo tortuosa del intelectual latinoamericano, que busca su norte propio, en este caso, boreal, para lograr lo imposible, sentar cabeza, descifrar el crucigrama de la existencia desde las palabras, el más residual y elusivo objeto con que fuimos dotados –no por Dios, que es ágrafo, para detrimento salvífico de todos los libros “sagrados”–, sino por la explosión de la primera biblioteca, que hoy los científicos llaman big-bang y que Borges encontró su símil en un subterráneo de Chacarita. 

Jorge Calvo busca una Beatriz Viterbo más real y posible que la de ‘El Aleph’, una mujer anhelada en la concreta melancolía de una cama-isla cuya superficie crece con la ausencia y el abandono. Sus amigos y compinches de la “colonia”, no se desarraigaron ni siquiera para colonizarse a sí mismos, sino para buscar y perseguir lo que jamás aprehenderán. Pero en eso concluyen casi todas las vidas particulares –si me permiten– y eso es la literatura, sobre todo la buena, esa capaz de encantarnos y sorprendernos en la aparente nimiedad de lo cotidiano. He aquí el logro principal de Calvo, en plena madurez narrativa, que permite un disfrute moroso, una vuelta atrás en las páginas, para volver a saborear una frase, para precisar la idea, el contenido, a menudo abierto a la interpretación más cabal, que es la del lector, juez y cómplice insustituible del escritor.

Los personajes son tan vívidos como verosímiles. Recrean nuestra propia memoria, la generacional que fue marcada, como las reses, con la yerra al rojo vivo de la dictadura; una marca de propiedad, sociológica, cuya cicatriz recién parece atenuarse, cerca del medio siglo de ocurrencia. En todo caso, Jorge Calvo emplea la mejor arma, el atemporal y siempre eficaz estilete del humor. Y aunque a la mayoría de lectoras y lectores no le ocurra esto, veo al rostro afable del autor, sus pequeños ojos pícaros brillando tras las gruesas gafas, su sonrisa leve, la incerteza de su ironía con algo de ofídico, que dice más que los signos gestuales de su lenguaje corporal. 

Sí, Jorge Calvo no es más ni menos que su propia literatura. Y eso lo agradece el lector solitario y gozoso.