Opinión

Una temible paloma

“Aquel otoño acabó la guerra con la victoria de los aliados. Mi padre había perdido, entre los bonos alemanes y otros negocios desdichados, ciento cincuenta mil pesetas”.  Ramón Sender

Esta historia que cuento, amable y paciente lector cautivo, no la extraje de mi magín, sino de lo que narra el admirado Ramón Sender, al finalizar el primer tomo de su trilogía, Crónica del Alba… Y es probable que él la hubiese escuchado contar antes, y ese contador de donde la sacó también se la oiría a otro, que así va la cadena interminable de las narraciones y, salvo el primero que las echó a correr, a quien nadie conoce, todas las historias son repetidas, como las palabras, y solo los ingenuos o los pretenciosos reclaman para sí el dudoso mérito de la originalidad; de los vanguardistas, por ahora mejor ni hablar...

Hace cien años, una pareja de adolescentes enamorados debió separarse, porque el padre del varón cambió la residencia de la familia, de un pueblo campesino aragonés a la capital, Zaragoza. Sesenta kilómetros que fueron para los amantes como estar en dos continentes lejanos. El padre de ella era asiduo criador de palomas mensajeras, y la joven discurrió que si su amado se llevaba dos o tres de aquellas, escondidas en una pequeña caja, a la ciudad, podría desde allí enviarle a ella cartas de amor, plegadas en una capsulita especial en una de las patas del ave… Blanca paloma/ con las alas plegadas/ y la dirección en medio, como cantara Miguel Hernández, el Pastor de Orihuela.

Cabe decir que a los jóvenes no les servía el correo habitual, que prescindía entonces de palomas y otros artilugios aéreos, porque los padres de ella interceptaban las cartas del amado y las destruían. No podían aceptar un idilio tan temprano, porque el amor instintivo –según los humanos– conduce a la fatalidad, que es el desorden, la trasgresión de lo establecido. Pero el poder de un amor así puede sortear muchas dificultades, aunque no siempre se llegue a un final feliz.

El varón, que era muy ingenioso (futuro escritor, a todas luces) lucubró una estratagema: -Te enviaré mis cartas en lenguaje numérico cifrado, tomando como base las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Numeraré las palabras según su ubicación en el libro: 13 será la página y 28 la palabra, por ejemplo; en este caso, “golondrina”… Y así. Ambos tenemos en casa un ejemplar de la misma edición. Yo escribo y tú descifras. Si tu padre o tu madre o tu hermana mayor interceptan el mensaje, no sabrán lo que significa. Estaremos a salvo, amada mía…

La primera carta llegó a destino sin tropiezos. Pero la segunda fue interceptada por el padre, a quien extrañó sobremanera aquel lenguaje cifrado. El hombre era un conocido empresario germanófilo (hablamos del año 1916, en plena Gran Guerra), que había invertido buena parte de su capital en bonos alemanes... Buen burgués enriquecido, entendía el patriotismo como posibilidad creciente de jugosos réditos. Emprendedor ávido de innovaciones, interpretó aquella misiva volátil cual si fuese un mensaje bélico del mando francés para contrarrestar el avasallador avance teutón, quizá con ayuda española. No dudó un instante, encaminándose con el documento hacia el consulado alemán de Zaragoza.

Dos semanas más tarde, en urgente convocatoria del alto mando germano, la carta estaba expuesta en una enorme mesa circular, ante la mirada escudriñadora de seis generales y un mariscal, amén de tres expertos en decodificación. –Estimo que se trata de órdenes secretas para una contraofensiva a gran escala en el Marne –dijo el general Otto… –A mí me parece –opinó el general Fritz, que es una convocatoria de blindados franceses contra las defensas de Alsacia-Lorena… –¿Qué dicen ustedes, los expertos? –conminó el mariscal Fraulein… Los especialistas, ninguneados bajo sus levitas civiles, se miraron como tordos prestos a echar el vuelo. El mayor de ellos, de barba entrecana, respondió: -Es aún prematuro… Necesitamos más tiempo para descifrar los códigos.

Esa noche, en su lujosa tienda de campaña junto al Rhin, el mariscal Fraulein bebía coñac francés con Rupert, su ordenanza, un muchacho rubio y veinteañero de la Silesia, de quien no se separaba jamás. Lánguido y abatido, el recio mílite prusiano comentó: –¿Qué mierda significarán estas cifras encadenadas? El joven ordenanza, que había leído con detenimiento aquella extraña misiva, dijo: –Herr Mariscal, se trata sólo de una carta de amor entre adolescentes y no tiene más peligro que la flecha de cupido o la espina de la rosa…

–¿Cómo lo sabes? –tronó el comandante benemérito.

–Porque tengo aquí, en mi poder, las coordenadas. Es una carta construida sobre la base de las Rimas, del poeta romántico español, Gustavo Adolfo Bécquer, tributario de nuestro amantísimo Heinrich Heine…

–¿Y cómo lo descubriste?

–Pura intuición de enamorado, mein lieber –dijo el muchacho, y besó al mariscal muy cerca de las hilas del espeso bigote…

Enseguida, leyó sin titubear:

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

–Increíble –musitó el mariscal. –Lo que no puede el arte de la guerra, la poesía lo descifra. Notable… ¿Verdad?, Rupert mío.

Los méritos del hallazgo, como corresponde, fueron atribuidos al Mariscal, que ya no tenía donde colgar galones, con mención secundaria a los especialistas descifradores, para no desengañarlos del todo. Rupert sonreía, en silencio, reacomodando las banderitas negras sobre la desolada cartografía de Europa, mientras recitaba para su Mariscal los versos del tardío y romántico poeta andaluz:

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará...

El desenlace del conflicto bélico acarreó la ruina total para el padre de la enamorada, que contempló acongojado a sus palomas, servidas a la mesa con triste guarnición de arroz azafranado, como forzoso condumio de posguerra. Cuenta el cronista que la última que devoró el baturro habría sido la temible zurita de los códigos secretos.

Edmundo Moure

Octubre2015