Opinión

Sobremesa

Al parecer, ya no existe ese buen hábito de conversar luego del almuerzo o de la cena, mientras se bebe un bajativo o un agua de hierbas digestivas.

Al parecer, ya no existe ese buen hábito de conversar luego del almuerzo o de la cena, mientras se bebe un bajativo o un agua de hierbas digestivas.

A menudo recuerdo ese espacio, difuminado en un tiempo remoto, cuando Cándido gallego extraía de la biblioteca hogareña un libro lleno de marcadores y anotaciones manuscritas. Podía ser un tomo de las obras completas de Ortega y Gasset, o la antigua edición de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ilustrada por Doré, o Sempre en Galiza, de Alfonso Castelao, para renovar el rito en las manos y en la voz clara y precisa de mamá Fresia.

Y luego, con un gesto de exhortación, nos invitaba a opinar sobre lo leído, guiándonos en aquellas interpretaciones espontáneas y poco doctas, con tono paternal y persuasivo, para que fuésemos adentrándonos en el mundo de las palabras, donde íbamos a ser ávidos lectores, para siempre, porque el “vicio impune” no se abandona jamás cuando has descubierto el júbilo tembloroso del lenguaje.

Hoy recuerdo una de esas lecturas, de preferencia, sabatinas o dominicales, referida a ese extraordinario alter ego o heterónimo de Antonio Machado… Sí, hablo de Juan de Mairena, esa especie de maestro de escuela, poeta y filósofo de la razón contemplativa, de sutil penetración psicológica y fino humor, mediante el cual el gran poeta sevillano se reía de sí mismo y de las miserias del mundo... Quizá la traigo a colación porque entonces me sentía ya poeta o soñaba con serlo en ese amplísimo futuro exento por completo de la conciencia de la decrepitud.

Todas las artes aspiran a productos permanentes, en realidad, a frutos intemporales. Las llamadas artes del tiempo, como la música y la poesía, no son excepción. El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamente, es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar. El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica.

Todos los medios de que se vale el poeta: cantidad, medida, acentuación, pausas, rimas, las imágenes mismas, por su enunciación en serie, son elementos temporales… Pero una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas. En España, por ejemplo, la encontramos en Jorge Manrique, en el Romancero, en Bécquer, rara vez en nuestros poetas del siglo de oro.

¿Qué se hicieron las damas,

sus tocados, sus vestidos,

sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas

de los fuegos encendidos

de amadores?

Es el tópico del ubi sunt –decía mamá Fresia- antes que nosotros abriésemos la boca.

-¿Y qué es eso? –preguntaba yo, anhelante...

-La nostalgia del tiempo fugitivo, el dolor de lo que hemos extraviado y que sólo la memoria será capaz de recuperar desde las cenizas –agregaba mi madre.

Yo no sabía entonces lo que es la ceniza del olvido ni la fugacidad del tiempo ni aquello que dijera Borges: “Los únicos paraísos que existen son los paraíso perdidos”… Ni tampoco podía consolarme el verso de Álvaro Cunqueiro: “Procuren un lonxe e un ningures os camiños onde morrer” (“Procuren la vaga lejanía del no ser los caminos que llevan a la muerte”)…

Pero ya estaban en nosotros, tañendo desde la noche de los tiempos, esas sílabas que se vuelven campanas en la soledad, escuchadas sonar a lo lejos, convocándonos a la dulce eucaristía del lenguaje, hecha ahora callada sobremesa.