Opinión

Una sencilla historia

Rubén tiene treinta y siete años. Trabaja en la construcción, en distintas especialidades, como suele ser común en Chile, aunque estudió electricidad técnica y prefiere el oficio de instalador… Pero hay que hacerle a todo, como afirma él, y hasta se ha desempeñado como albañil en edificios de departamentos, o de carpintero, aunque no se le dé muy bien el trato con la madera, material que rechaza, casi por instinto, dice... –Cuando me entierren, tendrá que ser en una caja de metal.
Rubén es aficionado al ciclismo y practica mountain bike (bicicleta trepadora). Ama la montaña y disfruta la soledad de los abruptos senderos cordilleranos. Todos los fines de semana, cuando el buen tiempo lo permite, trepa por las laderas, montado en su bicicleta, a veces con amigos, a menudo solo, porque no requiere de voces extrañas para “hablar con el que siempre va conmigo”, como decía Antonio Machado.  
A Rubén le gusta el cine, sobre todo el que tiene contenido histórico, los filmes que “enseñan algo”, como él dice. –De vez en cuando intento leer algún libro que me parece interesante, en la misma línea de las películas, pero me cuesta concentrarme en la lectura y quedo hasta la mitad. Entonces, busco el film donde se haya relatado aquellos sucesos, y cierro el ciclo, agrega… –¿Usted, podría recomendarme alguna lectura rápida, de historias sencillas?
La mirada de Rubén tiene un sesgo de tristeza, aunque él suele acompañar cada frase o afirmación con una risa breve, especie de muletilla que empleara para buscar la empatía del diálogo. Su rostro moreno muestra una contracción en el lado derecho, que desciende desde el parietal, como si fuesen huellas de un grave accidente.
–¿Alguna vez te caíste de la bicicleta, o te accidentaste en la construcción?
Ahora la risa estentórea de Rubén suena como un latigazo. Se saca el gorro de lana que cubre su cabeza y exhibe una enorme cicatriz que va desde la frente hasta la nuca, como un río de cauce blanco sobre el mapamundi del cráneo.
Me quedo mirándole, en espera de la explicación.
–Mi historia sí que es sencilla-me dice, con una sonrisa que parece mueca dolorosa en el río de la memoria.
–Nací en Cauquenes Maule, hijo de campesinos, mellizo de un hermano… Mi madre había perdido, hacía tres años, en un parto difícil, a su primer varón… Cuando mi padre volvió de sus faenas en el campo, borracho como era su costumbre, y vio el par de críos sobre la cuna, tomó una drástica decisión. Él quería un solo hijo, nada más. Yo era el menos agraciado de ambos, muy moreno tal vez… Me partió la cabeza con el mango de una herramienta. Salvé por puro milagro y porque mi madre impidió que me diera el golpe de gracia… Pasé largas temporadas en hospitales y clínicas, me llevaron a Europa, donde me hicieron seis operaciones… Mi cabeza tiene ahora más metal que huesos. Padecí de epilepsia y otras anomalías, pero ahora estoy bien. Creo que la montaña ha influido mucho en mi curación.
Ríe ahora, como conjurando un sollozo.
–A los dieciséis años supe la verdad de aquella terrible elección. Mi padre no vivía con nosotros desde hacía mucho tiempo y yo no le recordaba. Después de la revelación de mi madre, detrás de aquel nombre vedado se acumuló la carga del horror mezclado con el odio… Lo busqué por cielo y tierra, hasta que un día di con él en el hospital de Talca. Estaba en el pabellón de enfermos críticos, recién operado de un tumor cerebral. Irrumpí, con la idea de asesinarlo. No fui capaz. Quizá su estado lamentable me lo impidió, pero hasta hoy no logro perdonarlo.
Me quedo sin palabras… (Y yo que iba a recomendarle a Rubén la lectura de La Familia de Pascual Duarte, del gallego Cela)… 
Rubén quiebra el silencio con la última reflexión.
–Después de todo, la mía es una historia sencilla, ¿no le parece, profesor?