Opinión

Recuerdos del Bar Ciro’s

El bar está ubicado en Bandera 210, desde 1955. Acaban de transmitir un reportaje periodístico sobre sus bondades, muy malo el testimonio reporteril, ramplón y superficial, digno de estos tiempos banales, pero vale como publicidad gratuita; de hecho, Emilio, el garzón más antiguo, está ahora firmando autógrafos a clientes fieles al credo televisivo, que le dan doble propina… 

Recuerdos del Bar Ciro’s

Estoy ebrio, sin duda, y sin embargo tengo una gran lucidez. Ebrio de amor, ebrio de orgullo, ebrio de divinidad, veo claramente cosas que no comprendo muy bien, y voy a contar esas cosas…
(Remy de Gourmont)

El bar está ubicado en Bandera 210, desde 1955. Acaban de transmitir un reportaje periodístico sobre sus bondades, muy malo el testimonio reporteril, ramplón y superficial, digno de estos tiempos banales, pero vale como publicidad gratuita; de hecho, Emilio, el garzón más antiguo, está ahora firmando autógrafos a clientes fieles al credo televisivo, que le dan doble propina… 
Yo lo conocí –al bar, entiéndase– en mayo de 1963, gracias a la cordial invitación de Hugo Petit-Bon, por entonces gerente de la división de repuestos de Williamson Balfour, maestro de vida y afable jefe circunstancial por aquellos días de mis inicios laborales, luego de un lustro trabajando en la ferretería de mi padre. A don Hugo le gustaba el “cola de mono”, que en Ciro’s Bar ofrecen durante todo el año, heladito y perfumado, con precisa gradación alcohólica, la justa para sentirse feliz y recordar…
Hoy por la mañana –las 11:00 serían–, cincuenta y un años después, entré en el bar y bebí un vaso grande, servido por Emilio, de exquisito “cola de mono”, reconfortante al cabo de un año arduo, que termina para mí como propietario, por primera y única vez, de un bien raíz: el departamento que adquirí gracias a la bondad previsora de mi madre...
La memoria, excitada por el alcohol, la nuez moscada y la suave vainilla, abre sus puertas a los recuerdos de hace medio siglo. Yo trabajaba en Saavedra Bénard, a fines de 1965. El 23 de diciembre –quizá con la carga premonitoria del jueves fatal de César Vallejo–, Miguel Casas-Borrego, alias Miguelón, organizó mi despedida de soltero (yo iba a casarme el siguiente domingo 26 de diciembre), en el Ciro’s Bar, a partir de las 19:30 horas, luego de la jornada de trabajo en Morandé esquina Compañía (hoy funcionan allí los juzgados del crimen; huelgan posibles alegorías o asociaciones espontáneas y sibilinas, amigo lector).
Aparte de Miguelón y el agasajado, concurrieron a la cita el Pelado Zavala, el Chico Baeza, Eugenio Darullo, Robert Herrera, Lucho Medina, Jorge Tapia y el atildado caballero, don Luis Pérez Cousiño, infaltable en cualquier convocatoria etílica… Alrededor de las 22:00 horas, Miguelón se comunicó –teléfono público mediante– con la Tía Irene, regenta proverbial de hospitalaria casa de tolerancia en Avenida España, al llegar a Blanco Encalada. Compramos pollos asados con papas fritas y algunas botellas de pisco, vino tinto y “cola de mono”, y nos dirigimos, en dos taxis, hacia aquel hogar público de efusiones imprescindibles.
La Tía Irene nos recibió como a virtuales hijos, abrazando y besuqueando a Miguelón con el resabio de su carmín barato que olía a violetas mustias, mientras nuestro amigo, fiel émulo criollo de Zorba el Griego, le palmoteaba las nalgas como si fuesen tamboriles de feria… Las presentaciones fueron breves, pero elocuentes: -Este cabro se casa y venimos a despedirlo como Dios manda… Tráigale a la Lucy para que lo desvirgue de una buena vez - vociferó Miguelón, con su voz de barítono de coro ruso.
Había dos clientes jóvenes atacando una ponchera donde flotaban misérrimos duraznos… La Tía Irene sugirió a Miguelón, en voz baja, la posibilidad de despedirlos, pero nuestro anfitrión, ecuménico y solidario, les invitó a sumarse al jolgorio. En breves instantes despachamos el condumio y nos dispusimos a bailar con las niñas de la casa… La Lucy se retiró, aduciendo indisposiciones varias… Fue reemplazada de inmediato, para mi atención particular, por Etelvina, una jovencita morena, con trazas de campesina sureña, que lucía grandes ojos negros y perfecta sonrisa núbil. Bailé con ella los consabidos boleros de Lucho Gatica y Antonio Prieto, mientras mis amigos alborotaban con chistes picantes y estentóreas risotadas… 
-La casa se ha cerrado para nosotros- gritó, triunfante, Miguelón, mientras hacía girar como un trompo a una rubia de largas trenzas y anchas caderas. El Chico Baeza bailaba con una voluminosa hetaira de metro setenta y pico, de memoria, porque su cabeza se hundía entre los enormes pechos cimbreantes, y el chico no veía más allá de su deseo lujurioso… El Pelado Zavala y su amigo Darullo se encamaron con sendas discípulas, tácito cuarteto, en una habitación vecina, sin el recato de cerrar la puerta… Lucho Medina atracaba, frenético y acezante, con una flaca de estilizadas tetas afro, en un estrecho sillón que crujía como el maullido de un gato en celo. Don Luis iniciaba tratos con una pupila blanca como la nieve, de ojos claros encendidos por el pisco; (don Luis no soportaba a las morenas, ni siquiera a las bronceadas de verano)... Al parecer, su capital disponible no cubría el coste de los servicios especiales que él requería. Michelón zanjó el regateo: -Mire, don Luchito, lo que le falte, agréguelo a mi cuenta… No se fije en gastos y dese un gusto en vida, que nadie sabe lo que va a pasar mañana…
Etelvina y yo subimos a un pequeño cuarto que se ubicaba en el ático de aquella casona que fuera, en tiempos pasados, mansión de familia de abolengo y muchos posibles. Ella se desvistió con la presteza de su oficio, tendiéndose de espaldas sobre el lecho. Yo me senté a los pies de la cama e inicié una suerte de monólogo entrecortado, procurando que ella me contestase inoficiosas preguntas sobre su vida pasada en los campos de Temuco… -Empelótate, y desocupémonos luego- fue todo lo que pude obtener de ella ante mis inútiles interrogaciones. Pero aquella noche yo estaba lejos de lúbricos entusiasmos, así que respondí que no se preocupara, que iba a pagarle igual, solo por un rato de compañía, aunque fuese sin diálogo...
Bajé al salón. Don Luis, en cueros, perseguía a su blanca paloma, queriendo quizá desplumarla, dando torpes giros alrededor de la mesa donde se tambaleaban las botellas y la ponchera rosácea. Ella gritaba, furiosa: -Basta, viejo cochino, déjame tranquila, mierda… Don Luis se dejó caer, con una especie de ronquido, sobre el sofá de felpa desteñida. Se llevó las manos a la cara y comenzó a sollozar, como niño ofendido. Me senté a su lado, procurando confortarle. -Tranquilo, don Luchito, tranquilo, si no es para tanto… En medio de entrecortados sollozos, me dijo: -Lo que pasa, amigo Moure, es que a estas alturas ya no se me para; con suerte, engorda un poco cuando me excito, pero nunca lo suficiente… Y se sumió en inconsolable llanto. (En aquel entonces no existía el eficaz empuje de la tableta azul, que alivia humillaciones y ayuda a satisfacer la apremiante demanda).
Pasadas las 9:00 de la mañana, abandonamos la casa de Avenida España. Quedamos debiendo una cifra considerable a la Tía Irene. Miguelón firmó un recibo, prometiendo pagarle durante la semana venidera. Don Luis y el Chico Baeza habían desaparecido. -Vino por ellos un radiotaxi- informó, escueta, la patrona –y les dejé irse, sólo porque usted me pagará la cuenta.
Fuimos a reponer la borrachera en el Ciro’s Bar. Miguelón pidió seis tazas de “caldo tronco”, una sopa que se prepara con el caldo donde se cuecen las piernas de cerdo, más un huevo crudo por cabeza, cebolla frita, salsa de ají y otros condimentos que pertenecen al estricto secreto de su elaboración. Enseguida, bebimos cerveza a destajo, pero todos estábamos bajo la pesada tristeza que sucede a la farra… 
Yo me sentía poseído por inexplicable desazón; me acordaba de los ojos de Etelvina. Pensé por un instante en telefonearle, para invitarla a comer, aunque no fuese aquel día… al Bar Nacional, o mejor al Ciro’s, donde ordeno, cuarenta y nueve años después, otro vaso del incomparable “cola de mono”.
¿Habrá muerto la Etelvina? Quizá… Doña Irene y Miguelón partieron hace rato de este mundo, con don Luis siguiéndoles los pasos… Puede que estén disfrutando hoy, sin cobro, de una gigantesca ponchera celestial.
Por mi parte, hago una visita al Bar Ciro cada semana. En su barra me mira el rojo banderín de la Unión Española, con sus siete estrellas de campeonato. A veces saludo al joven Cristián Bouzo, sobrino de mi amigo José, el Pepe Bouzo, con quien falábamos en lingua galega, cada vez que nos reuníamos en el Lar Gallego de Chile. Pepe habrá vuelto a su Peroxa de la infancia, esa aldea que está al sur de Vilaquinte, si cruzas el claro río Búbal y desciendes por las colinas… 
En todas partes te esperan las raíces; ni siquiera tienes que buscarlas, Moure. Por algo los astronautas que pisaron por primera vez la luna aseguraban haberse topado allí con un gallego que vendía rosquillas y vino ribeiro.