Opinión

El Poeta Solitario

En la última mesa del bar, en un rincón algo más oscuro que el resto, veo la figura de un hombre delgado, de pelo negro y afilada barba, vestido de terno gris y corbata, con grandes anteojos de marco oscuro, que escribe en un cuaderno. Frente a él, hay una copa de vino rojo a medio vaciar. La asociación mental es inmediata: Fernando Pessoa, el poeta lusitano, en la casa de comidas de la Rúa dos Douradores, en la Lisboa en blanco y negro de los años treinta.

Vuelvo de golpe al año 2003, y pregunto a mi vecina de mesa, doña Adriana Azócar, pintora y diletante literaria: –¿Conoce usted a ese hombre? –Claro que sí –responde ella, es el Poeta Solitario, que cada día escribe sus versos, mientras bebe y medita y sueña.

Me acerco al vate, y luego de breve presentación, iniciamos un diálogo improvisado. Dos meses más tarde, el Poeta Solitario me entrega su voluminoso cuaderno de poemas, me pide que los lea y emita mi juicio sobre ellos. (Recuerdo la Carta a un joven poeta, de Rilke).

–¿Tienes copia de tus versos, Poeta?

–No. Estos son mis originales.

–¿Y si los extravío?

–No se perderá mucho –responde, mientras la chispa irónica de sus ojos negros contrasta con el leve rictus de desasosiego, en el esfuerzo de esbozar una sonrisa amable.

Leo en casa, sin dificultad, aquellos poemas escritos en ampulosa y caligráfica letra, trazados con el rigor de enseñanzas pretéritas. Es la obra de un hondo poeta, con notable capacidad de síntesis y economía de lenguaje. No hay aquí artificios ni adjetivaciones pretenciosas. El verso fluye limpio, sereno y bien estructurado, con leves atisbos de un humor algo corrosivo y fatalista. El remate de los poemas suele sorprendernos, como si el hablante quisiera desconcertar al lector, o sobresaltarlo con un giro imprevisto.

Si aquello de la metempsicosis fuese cierto, el alma de Fernando Pessoa podría estar animada en el cuerpo del Poeta Solitario. Pero el materialismo dialéctico desecha estas teorías metafísicas, aunque yo quisiera equivocarme ahora, y aunque él no juega con heterónimos, es también un contador que suele dejar poemas en los libros de contabilidad de sus clientes.

–Tienes aquí material poético para editar un libro –le digo.

–Esas son palabras mayores; ¿quién va a publicar a un desconocido como yo?

–Podemos intentar una autoedición, o una edición compartida… Tú pones la mitad del costo editorial y ellos financian el resto… Algo haremos.

En el año 2005 presentamos, en el Centro Cultural de España, el primer libro del Poeta Solitario, Asentamientos. Él estaba muy nervioso y me pidió que yo enfrentara las preguntas del público, después de la presentación de rigor y de la consabida lectura.

–Poeta, tienes que asumir y poner en práctica el consejo de Filebo: “Todos los que están allí abajo, en la penumbra del salón, saben mucho menos que nosotros y vamos a enseñarles algo nuevo y valioso”.

No era suficiente para conjurar los temores del Poeta. Asumí la leve carga, leyendo aquellos hermosos poemas. Mi hijo me ayudó con la música de su gaita. Lo demás fue establecer un diálogo con amigos y conocidos que llenaban el auditórium. Todo fluyó como una fuente de versos que se derramara sobre el cauce propicio de lectores despiertos. Estaban la madre, la hermana y los dos hijos varones del Poeta, y varios parroquianos de Bar Amigo, como corresponde a la fidelidad de quienes comparten el vino y la palabra, y a veces, también el pan.

Entre los poemas que leímos, recuerdo éste:

Los habitantes solos

Los habitantes solos se prodigan después del crepúsculo

sobre el planeta

como aditamento.

Los habitantes solos se sumergen en recuerdos

como llagas en la arena.

Y cuando llegan a ese punto en el Cosmos

Es demasiado tarde

Para nutrirse del silencio.

En tus párpados de niebla

                   entreabiertos

En ese punto –absortos–

Nos llegó la luna

Parte de tu alma al menos.

Sin embargo estuve

Querellándome

                   contra el silencio

Y así pasó la tarde

Como si nada hubiera muerto.

Pasaron siete años para que el Poeta diera a luz su segundo libro, Bosques Altos, que presentamos con parecido entusiasmo y buena recepción… Y ayer, 4 de noviembre de 2015, lo hicimos con el tercero, Cuando no queden voces; A tiempo no tardío. Resonaron los versos en la propia voz del vate y en la mía, en un contrapunto fraternal que animó a los concurrentes para establecer un diálogo que se prolongó en el ‘vino de honor’, al cierre.

Recordé, solo para mí, que unos días antes, en la tertulia habitual de la Casa del Escritor, Benito, el Poeta Solitario de la última mesa de Bar Amigo, nos había dicho, en la escueta sencillez de sus palabras: –Bueno, ahora que me estoy muriendo… Para aplacar aquello, quizá, yo le respondí: –Es lo que todos nosotros estamos haciendo, no es ninguna novedad…

Pero Benito Moreno Sarmiento lo expresa y resuelve en un poema breve y certero:

Testamento

Heredo

A mi hijo mayor la pluma

A mi hijo menor el silencio

Sí, el poeta solitario de la mesa del fondo, como me dijera entonces Adriana, la pintora, era… es Benito Moreno Sarmiento, compañero de sueños y amigo entrañable.