Opinión

El Noventa y Tres (Quatrevingt-Treize)

El Noventa y Tres (Quatrevingt-Treize)

“Ha llegado la hora de compadecer a los tiranos.

 La justicia en exceso justa es hermana de la venganza.

 Perdonemos”                 

Victor Hugo

Se trata de la última novela escrita por Victor Hugo… Sí, amable lector, el gran escritor francés del siglo XIX (no nuestro poeta chileno, Víctor Hugo Díaz). Publicada en 1874, está centrada en los acontecimientos de la más oscura de las etapas de la Revolución Francesa, el Terror, en su año más extremo, con ocasión de la Guerra de la Vendée, en la Bretaña francesa, conflicto bélico articulado por la contrarrevolución que se prolongó hasta 1796, donde la ferocidad de ambos bandos sobrepasó todos los límites, llegando hasta el genocidio; guerra sin cuartel ni misericordia, como bien lo relata el autor, pues fueron impotentes: la Razón, por un lado, y la Fe, por el otro, de poner freno a la barbarie desatada.

Esta obra fue concebida como la primera de una trilogía novelesca dedicada a la Revolución Francesa, propósito que resultó truncado. Hugo expone sus principales reflexiones sobre el proceso revolucionario, al que él adhiere en espíritu y posterior compromiso, pese a ser un aristócrata y un próspero escritor. Su extraordinaria lucidez le hará comprender que tales convulsiones no son fruto de mentes desquiciadas o anárquicas, sino obedecen a un móvil político social que alcanza un clímax insostenible de tensión, debido a las fracturas extremas y a las contradicciones de una sociedad abusiva y opresora. Al respecto, traigo a colación la famosa frase de María Antonieta de Austria, consorte de Luis XVI de Francia, cuando uno de sus consejeros le dice: -“Majestad, el pueblo no tiene pan” –y ella responde: -“Pues que coman bollos”.

Pudiera pensarse en un brutal chascarro de humor negro, pero no, refleja el modo de pensar de una aristocracia encerrada en sí misma, ajena por completo a las necesidades de los desposeídos, viviendo en la burbuja de sus placeres y en el nimbo de su vida regalada, más atenta a las intrigas de la corte que a los padecimientos de una masa anónima a la que, además de su jornada de trabajo inhumana, se la expoliaba con tributos cada vez más onerosos. La jerarquía eclesiástica también era partícipe, directa y muy activa, de las prebendas monárquicas, con el arma insuperable del miedo al castigo eterno y la expectativa etérea de un paraíso obtenido merced a la sumisión absoluta a los poderes consagrados por Dios: Rey, Patriarca, Sacerdote y Patrón. Esto, que pareciera tan lejano, lo seguimos padeciendo hoy, con otros signos.

Pero las sociedades humanas no son estáticas, como quisieran los detentadores del poder. Los individuos tienden a pensar, a cuestionarse y a poner en entredicho las palabras y acciones de sus amos, aunque se les haya predicado que toda rebeldía es una transgresión grave y pecaminosa. Esta inquietud se exacerbará con la modernidad y ningún opio o superchería o dogmática al uso podrán ya domeñarla.

En la Francia del siglo XVIII va a gestarse, paralelamente a la efervescencia social incubada en la gleba, uno de los movimientos clave en la Historia: la Ilustración, ese esfuerzo colosal por reunir y aprehender el conocimiento hasta entonces adquirido por el homo sapiens en el gigantesco acopio de la Enciclopedia. Diderot, D’Alembert, Voltaire, Rousseau y Montesquieu, entre otros, eran miembros de la emergente burguesía, que iba a disputar, con las armas del trabajo productivo y de la razón práctica, la hegemonía de la aristocracia monárquica. Ellos se transformarían, sin proponérselo, en ideólogos incipientes de la revolución en ciernes, pues todo movimiento revolucionario lleva tras de sí una ideología y aun cuando sus eclosiones parezcan dislocadas o anárquicas, hay una dialéctica que explica la acción-reacción de las fuerzas enfrentadas en lucha milenaria. No debemos pasar por alto que el Cristianismo fue, sin duda, revolucionario: conmocionó las entrañas del judaísmo e hizo temblar al Imperio Romano. Al cabo de cuatro siglos, el poder terrenal se adueñó de su fuerza ética, morigerando sus presupuestos más radicales para ponerlos al servicio del emperador Teodosio (febrero de 380) y de las políticas imperiales de expansión y avasallamiento de otros pueblos, en esa terrible constante de la Historia que llega hasta nuestros días, en pleno siglo XXI, que tuvo su plétora del horror en la primera mitad del siglo XX, en las conocidas “décadas canallas” de los 30 y 40.

Volvamos a Victor Hugo. Fue un poeta y novelista singular que, en plena época del Romanticismo, escribió sus principales novelas con manifiesta intención didáctica y positivista, expresada a través de la incorporación de virtuales ensayos reflexivos en medio de la trama narrativa, algo que los críticos literarios de su época le enrostrarían como un defecto “de género”. Si esto es patente en obras como Nuestra Señora de París y Los Miserables, se agudiza en El Noventa y Tres, donde la narración pasa a segundo plano, para dejar espacio al análisis histórico e ideológico de la Revolución. Sin embargo, la maestría de Hugo supera la excesiva tensión didáctica y emerge la lucidez del genio capaz de captar lo esencial en aquella vorágine de odios y pasiones. A mi juicio, lo resume de manera incomparable en los párrafos que extraigo de esta novela-ensayo-testimonio, que he disfrutado con esa delectación que sólo las grandes obras me provocan, luego de tantos millares de páginas pasadas bajo mis ojos, hoy estragados por el tiempo, ese inmisericorde aniquilador de voluntades.

La Asamblea, al mismo tiempo que desprendía revolución, producía civilización; era un infierno, pero también una fragua. En la misma caldera en que bullía el terror, fermentaba el progreso. De aquel caos de sombra y de aquella tumultuosa corrida de nubarrones, salían inmensos rayos de luz paralelos a las leyes eternas, que han quedado visibles para siempre en el horizonte de los pueblos, y que son: una, la justicia; otra, la tolerancia; otra, la bondad; otra, la razón; otra, la verdad; y otra, el amor. La Convención promulgaba este gran axioma: “La libertad de un ciudadano termina donde comienza la libertad de otro ciudadano”, que resume en dos líneas toda la sociabilidad humana. También declaró sagrada la indigencia, y sagrada la enfermedad del ciego y del sordomudo, convertidos en pupilos del Estado; sagrada la maternidad de la madre soltera, a la que consolaba y ayudaba; sagrada la infancia en el huérfano, que la patria adoptaba; y sagrada la inocencia del acusado absuelto, a quien indemnizaba. Execraba el tráfico de negros, abolía la esclavitud, proclamaba la solidaridad cívica; decretaba la instrucción gratuita, organizaba la educación nacional con la Escuela Normal en París, con la escuela central en las capitales de distrito y con la escuela primaria en cada pueblo… De los once mil doscientos diez decretos que promulgó la Convención, la tercera parte tenían una finalidad política; las otras dos, una finalidad humana.

Declaraba que la moral universal era la base de la sociedad, y la conciencia universal el fundamento de la ley. Y todo esto, la abolición de la servidumbre, la fraternidad aclamada, la humanidad protegida, la conciencia humana aleccionada, la ley del trabajo transformada en derecho al trabajo, pasando de onerosa a caritativa, la riqueza nacional consolidada, la infancia protegida y educada, las ciencias y las letras difundidas, la luz irradiando en todas las cumbres, el auxilio para todas las miserias y la promulgación de todos los principios, lo hizo la Convención, llevando en sus entrañas una hidra, la Vendée, y llevando en sus espaldas ese montón de fieras, los reyes.

¿Idealismo, sueños utópicos? Sí, todo propósito magno lleva en sí el sello de la utopía. ¿Acaso no son utopías el Sermón de la Montaña y las Exhortaciones de Gandhi? Tanto como los propósitos de la Revolución Francesa y de la Declaración de los Derechos Humanos de Jefferson.

El ser humano es un bicho violento y depredador, individualista y mesiánico a la vez. Jamás ha cedido de buena gana ninguna de sus prerrogativas ni prebendas. El progreso social es fruto de luchas sangrientas, de crímenes masivos, porque los detentadores del poder económico y político –que yo sepa– nunca se han reunido por iniciativa propia para mejorar las condiciones de los expoliados, de los “condenados de la Tierra” a que alude Franz Fanon. Cada uno de los beneficios y logros sociales han costado sangre, sudor y lágrimas. Pero esto se olvida o se omite, como si hubiésemos recibido granjerías gratuitas o un maná del cielo. Es más, quienes se sirven del trabajo asalariado para enriquecerse con su plusvalía, son considerados benefactores, porque “dan trabajo”. Una grosera distorsión más de las tantas que padecemos en esta falsa e hipócrita democracia, donde cincuenta familias lucran y administran el largo y angosto fundo llamado Chile, procurando al resto entretención fútil y consumo compulsivo de baratijas.

Se dice que en Chile vivimos en paz, porque no hay guerras evidentes… Los Mapuche están lejos, los vemos de tanto en tanto en la televisión, pero sus padecimientos son ajenos a la vida cotidiana del mestizo chileno, cuyo gobierno, al servicio de las transnacionales, envía escuadrones de policía militar para aplacar sus demandas reivindicativas. Medio centenar de mujeres son asesinadas cada año por sus parejas varones. Decenas de niños mueren en los centros de acogida del Estado… Y seguimos “en paz”.

Somos un pueblo feliz, según las últimas estadísticas con que se nutren, tanto el burgués acomodado como el pequeñoburgués que aspira a trepar en la escala, a ver si se salta una letra en la clasificación y duerme una noche sin sobresaltos. Como tal estrato presuntamente satisfecho, hoy corresponde execrar la figura de Fidel Castro y demonizar la Revolución Cubana y todas las otras que se han conocido, de oídas, porque son sucesos de entendimiento innecesario para acceder a esta felicidad reflejada, a diario, en la “caja de los idiotas”, que sirve también de perfecto espejo para no advertir ni las miserias del mundo ni lo miserables que podemos llegar a ser.

El Noventa y Tres constituye mucho más que una simple novela; es una madura cavilación, desde cierta perspectiva histórica asumida en profundidad, sobre los rasgos y particularidades de la condición humana. Al respecto y frente a variados parangones y comparaciones que se suceden por estos días, Victor Hugo nos aclara algunas diferencias sustanciales, como la que emana del carácter violentista en que se da la pugna de poderes durante la gesta revolucionaria (agresiones externas incluidas): mientras la contrarrevolución aniquila y oprime, desesperada ante la irremediable pérdida de sus privilegios, la revolución aplasta sin piedad a sus enemigos, pero con la esperanzadora perspectiva de levantar una luz sobre la ceniza de las tinieblas. En esto recae, para Victor Hugo, la legitimidad de la Revolución, aun cuando sea inevitable llevarla a cabo en brazos de la tragedia.

Todas las víctimas son seres humanos, advierte Hugo, y merecen la misericordia y el perdón. Lo afirma quien ha mucho renegó del catolicismo, pero deposita su confianza en un progreso que, doscientos años más tarde, apreciamos como precario e insuficiente: el del auténtico Humanismo. Ahora, pido al gran maestro francés, con mi proverbial humildad, que cierre con sus palabras esta crónica:

Intentar, desafiar, persistir, perseverar, ser fiel a sí mismo, pelear a brazo partido con el destino, dejar asombrada a la catástrofe cuando ve qué poco miedo nos da, ora enfrentarse al poder injusto y ora rebelarse contra la victoria ebria, resistir, plantar cara: ése es el ejemplo que necesitan los pueblos y la luz que los deslumbra.

La Asamblea era el órgano legislativo y resolutorio de la Convención, estamento superior del gobierno de la República Francesa.