Opinión

Milagros y cuencos

Entre las numerosas ofertas con que nos bombardean a través de la web, me llega hoy la de un ‘diplomado en cuencos tibetanos’ y un ‘curso de milagros’. Interesante, asombroso… La palabra cuenco es para mí sugerente, pues la asocio de inmediato con ‘cunca’, o cuenca, en lengua galaico-portuguesa; asimismo, con el poeta y eximio narrador, Álvaro Cunqueiro, cuyo apellido toponímico podemos traducir como ‘vasar’ o sitio donde se guardan las cuncas. Otra asociación, ancestral, pudiéramos decir, la establecemos con el primer vaso o copa de humana factura; me refiero a la cuenca de la mano, que sirvió al pitecántropo o al neandertal para beber el agua de arroyos y fuentes, que aún sirve a los desprevenidos caminantes para saciar la sed. En la base de este receptáculo manual que habilitamos, cerrando la mano hasta darle la forma utilitaria, están las líneas de la mano, cuyo estudio adivinatorio, también de antiquísima data, conocemos como quiromancia… Y a veces resulta un auténtico milagro la justeza de un vaticinio. A mi madre, una gitana le escrutó las líneas, cuando era una quinceañera, diciéndole: Tendrás más de media docena de hijos, con un extranjero del que vas a enamorarte… Y otros certeros detalles que no conviene contar aquí.
El apellido ‘tibetano’ le otorga a los cuencos esa resonancia oriental del misterioso Tibet, con prestigio de espiritualidad de alta montaña y sus aplicaciones a la medida de consumidores occidentales, con amplia gama de expectativas para todos los gustos y precios. De allí procede el Dalai Lama, ese ‘maestro reencarnado’ que va por el mundo dictando charlas, cursos y cursillos varios a una clientela conformada por gente de estratos adinerados, sobre todo, cuyos miembros, habiendo solucionado sus problemas de subsistencia vital (y algo más), aspiran a disfrutar de los supuestos beneficios trascendentales y escatológicos que las religiones tradicionales parecen haber agotado. Es curioso que parecidos clientes concurran a ese recinto de carcamales que conocemos como Casa Piedra, para recibir disertaciones sobre cómo emprender e innovar en un mundo donde siempre es factible aumentar los índices de producción (otro milagro). 
El santo y sobrio Lama viaja en primera clase, posee varios Mercedes Benz y cuentas bancarias internacionales nada despreciables. Esto último no debiera inquietarnos: si cualquier mercachifle zafio puede acumular una fortuna en palos verdes, ¿qué resta para un iluminado que se conecta en línea directa con Dios?
En el Occidente democrático se ha criticado mucho a la China comunista por su invasión y dominio férreo del Tibet; sin duda, nefasto abuso de poder de una potencia imperial contra la débil nación de los Himalaya, asunto recurrente, por lo demás, en los milenios de esa vieja ‘ramera ilustrada’ que llamamos Historia. Casos similares hemos vivido y seguimos padeciendo en nuestra América morena, aunque sus perpetradores no sean aquí chinos, sino gringos calvinistas. No sé si los hijos del celeste imperio asisten hoy gratis a estos adoctrinamientos espirituales en ‘cuencos tibetanos’.
En todo caso, sabemos que esos monjes de apariencia bonachona vivieron durante siglos como casta parásita de una teocracia explotadora de los campesinos tibetanos. No hay que asombrarse; los intermediarios de las deidades, en el reino de este mundo, han sabido vivir de esa suerte de ‘plusvalía trascendental’, gracias al derecho que les otorga su oficio de llaveros exclusivos del Paraíso.
En Galicia, la cunca es una pequeña taza de forma achatada con la que suele beberse el vino ribeiro, un blanco ligero –a veces un tinto Mencía– que cumple su espirituosa función de abrir el apetito antes de una comida copiosa (espirituoso no es lo mismo que espiritual, aunque muy semejante en sus efectos elevadores). Camilo José Cela, el Nobel gallego, recomendaba ingerir un par de ellas antes de yantar o cenar como mandan los dioses larpeiros (comilones o tragaldabas) de la Galicia sibarita, en algún mesón de Lugo, donde toda pena metafísica u ontológica se esfuma ante los vapores olorosos de un cocido de crego o de un lacón acompañado de grelos o un pulpo a feira, todo regado con un generoso viño do país. Esta receta me viene a mí mejor que los adoctrinamientos virtuales adobados con el OMMM vibratorio y sus promesas de levitación catártica.
Ahora, en lo que se refiere a ofertar un curso de milagros, el asunto se torna más espinudo, sobre todo después de haber leído parte de la introducción persuasiva:

"Éste es Un Curso de Milagros. Es un curso obligatorio. Sólo el momento en que decides tomarlo es voluntario.
Tener libre albedrío no quiere decir que tú mismo puedas establecer el plan de estudios.
Significa, únicamente, que puedes elegir lo que quieres aprender en cualquier momento dado.
Este curso no pretende enseñar el significado del Amor, pues eso está más allá de lo que se puede enseñar.
Pretende, no obstante, despejar los obstáculos que impiden experimentar la presencia del Amor,
el cual es tu herencia natural.
Lo opuesto al Amor es el miedo, pero aquello que todo lo abarca no puede tener opuestos...”
…Espinudo y desasosegante para mí, pues tengo la sensación de haber equivocado mi senda verdadera, no precisamente escogiendo mal entre los caminos que se bifurcan, sino en la elección de este oficio de la palabra literaria que nos conduce a mundos de fracaso e insatisfacción permanentes, cuando pareciera tan fácil y accesible acogerse a esas otras amables convocatorias para alcanzar la felicidad. Aunque haya escribas potenciales que esperan del desvelo cervantino una suerte de confortable pasantía jubilada (jubilosa)
Ahora bien, ¿sirven estas fórmulas de cuencos, campanas encantadas y milagros en serie para aliviar a quienes viven en la endémica precariedad de medios, tratando de estirar sus exiguos presupuestos hasta lo inverosímil, para cubrir simples necesidades de alimentación, de techo, de educación y salud?; ¿constituyen una respuesta eficaz y racional para detener, por ejemplo, el deterioro acelerado y pavoroso de la sustentabilidad del planeta Tierra?; ¿o mediante el uso de mantras o jaculatorias extirparán el sida y la malaria de las martirizadas estepas africanas?
Pues si se tratase de multiplicar los panes y los peces, de restituir la visión a los ciegos o de hacer caminar a los paralíticos, podríamos acometer un magister o un doctorado en milagros, pero, al parecer, esta oferta onerosa se refiere a otra clase de prodigios, como la certeza de practicar el Amor (con mayúsculas), dándolo al y recibiéndolo del prójimo, exento de toda rebeldía, una especie de ‘buena onda’ sonriente con amigos y enemigos, con camaradas y detractores, con lúcidos e idiotas... Una curiosa empresa que no pudo llevar a cabo, con resultado feliz, ni siquiera aquel llamado Nazareno, quien terminara sus breves días terrestres clavado en una cruz merced a su revolucionaria e impracticable pretensión redentora basada en el amor incondicional por el otro, en el difícil apaciguamiento del ‘hombre lobo del hombre’.
Ahora, si cabe esperar milagros, yo aguardaría a que los empresarios despertaran un lunes cualquiera con la decisión de pagar una justa soldada a sus trabajadores, pensando que no es justo que un individuo viva con quince mil dólares de renta mensual, mientras sus servidores se repartan esa misma cifra entre veintiocho individuos o familias; aguardaría que los colegios exclusivos para hijos de ricos abrieran sus puertas a estudiantes de las comunas más pobres; esperaría que las clínicas-hoteles siete estrellas habilitaran miles de camas para enfermos indigentes… 
Pero mientras estos prodigios no ocurran, de la noche a la mañana, como  estallaban aquellos milagros bíblicos de la legendaria Judea que nos narraron cuando éramos niños creyentes, sólo bajo una simple exhortación de la palabra: “Levántate y anda”, rechazaremos a estos emprendedores milagreros que han encontrado una nueva veta dorada en estas supercherías publicitarias adornadas con flores de neón.
Y, por ahora, les seguiremos oponiendo el puño levantado, aunque la espera pueda resultarnos tan incierta como encontrar la piedra filosofal en el fondo milagroso de un cuenco tibetano.