Opinión

Memorias de Chacra El Olivo (Un lar en Santiago de Chile) Diálogo de amores y de lenguas (IV-Primera parte)

Memorias de Chacra El Olivo (Un lar en Santiago de Chile) Diálogo de amores y de lenguas (IV-Primera parte)

–Soy chileno, porque nací en esta tierra remota, flanqueada por la cordillera y por el inmenso océano Pacífico; soy español, porque mi idioma de cultura y de oficio es el viejo castellano imperial, vivificado en las vastedades americanas y enriquecido por los sones de la tierra y el canto de sus habitantes; pero, sobre todo, soy gallego, porque en mí sigue latiendo el espíritu de la lengua rumorosa que mi padre y los suyos nos repartieran con la leche y la miel, con el pan y el vino, porque mamé esas palabras inolvidables en la temprana niñez y, al cabo de los años, pude estudiarla en una suerte de filología autodidacta –la mejor y más permanente de todas– haciéndola mía para develar los mejores sueños de la estirpe y proyectarlos hacia el pasado, quizá haciendo míos los versos de Xosé María Díaz Castro:
–“Un bruar de navíos moi lonxanos/ che estrola o sono mol coma unha uva/ pero ti envólveste en sabas de mil anos/ y en soños volves a escoitar a chuva/”…
–Esa lluvia anidó para siempre en mi corazón, haciendo de la esperanza el ruego de otro gran poeta de la estirpe: “Procuren un lonxe e un ningures os camiños onde morrer”.
Las palabras eran seres, cosas, luces, tibiezas, aromas intensos… Eran aquellas palabras originarias cuyos sonidos traían consigo dulces incitaciones, quizá los primeros agasajos de la existencia, unidas a la extraña música de su prosodia: neno, leite, nai, berce, pai, irmáns, irmás, avóa, avó, tías, curmáns… Y desde fuera, entes misteriosos que invadían la casa, que trepaban entre el humo de la marmita y los rayos de luz que tejían las ventanas: paxaro, cabalo, vaca, galiña, árbore, regato, choiva, vento, can…
Apenas un lustro, hasta que murió el abuelo, según se comentaba en voz baja, de morriña, de incurable tristeza motivada por el forzoso desarraigo… Estos últimos conceptos ya venían en la nueva lengua, esa que pronunciaba mi madre chilena, la que hablaban también los primos “del otro lado”, los amigos del barrio, primos de adopción, los Torres Laureda, de origen gallego más remoto, cuya hermana Elita casaría con el primo Julio, uniendo ambas familias por varias generaciones; todos ellos venían a jugar y compartir tras los anchos portones de Chacra El Olivo, donde los abuelos gallegos, a instancias del mayor de los hijos, el tío Manuel, levantarían una especie de remedo del lar originario, de esa casa de A Touza, en Santa María de Vilaquinte, tierras de Carballedo, cerca de Chantada, al sur de Lugo, que nuestro hermano Eugenio iba a revelarnos en 1978…
En el barrio de Ñuñoa, a donde fuimos a vivir después de la muerte del abuelo, comenzaron a diluirse aquellas palabras, aunque aún mi padre las pronunciaba, cuando cogía el teléfono para hablar con la abuela Elena o con las tías Naulina, Alicia y Elena; nunca con sus dos hermanos, Manuel y José, porque estos habían decidido no parecer gallegos, sino más bien españoles aventajados (universales, decía tío Manuel), es decir hablantes de la lengua castellana.
Sin saberlo aún, yo buscaba esas palabras misteriosas, perdidas de un día para otro en mi entorno de niño. En un principio creí que alguien las había escondido en los rincones de la casa, como quien guarda objetos preciosos para que nadie se los arrebate, pero no estaban allí, ni siquiera podía percibir el eco de sus sones…
–¿De dónde le viene a usted ese amor –disculpe– casi obsesivo por Galicia y eso que usted llama “lo gallego”, y que incluye, al parecer, muchos aspectos, pero, sobre todo, el ámbito literario?
–Toda gran pasión es obsesiva. De lo contrario, se trataría de una rutina más… Dios nos libre de que lo rutinario se apodere de nuestros anhelos. De ahí a jubilar o aposentarse, hay menos de un paso.
–Aunque sé que le desagrada la pregunta, ¿por qué buscar las raíces paternas en Galicia y no las entrañas maternas en el centro-sur de Chile, o en Valparaíso, donde nació su madre?
–Quizá porque mi padre surgía ante mí con aire forastero, una presencia imponente, pero que tenía un encanto extraño y remoto… Me asustaba y me atraía, al mismo tiempo… He narrado cómo él solía levantarse de la mesa, después del condumio, parándose en el umbral, como si esperase el barco que iba a llevarle de vuelta a la aldea. Entendí que era el peso inconsciente de la saudade… Después, entraba en su dormitorio y hojeaba sus libros gallegos, como quien oficia un sacramento.
–Y su madre, entonces, que fue sin duda un ser de rara distinción, una persona culta, íntegra y espiritualmente sólida, ¿no era acaso un buen motivo para indagaciones pretéritas?
–Mi madre fue siempre certeza tangible, el pasado y el presente fundidos de manera inextricable, la seguridad vuelta casa y cobijo… En cambio, nunca pude salvar la distancia que me separaba de mi padre. Tal vez por eso lo he buscado con la pertinacia de un peregrino.
–¿Pudo acaso encontrarlo, antes de su pasamento; reconciliarse quizá, con aquella distancia o enigmática barrera afectiva?
–No, y me dolió mucho su partida, pero en mi espíritu aquello era previsible, como un descanso compartido. En cambio, recibí la muerte de mi madre como algo irreparable, en el sentido del imposible consuelo. Su ausencia clavó en mí la garra alevosa de la definitiva orfandad.