Opinión

Memorias de Chacra El Olivo (Un lar en Santiago de Chile) Emigrantes (I)

Memorias de Chacra El Olivo (Un lar en Santiago de Chile) Emigrantes (I)

Tornó la golondrina al viejo nido,
y al ver los muros y el hogar desierto,
preguntole a la brisa: ¿Es que se han muerto?
Y ella, en silencio, respondió: 
Se han ido, como el barco perdido 
que para siempre ha abandonado el puerto...
Rosalía de Castro 

Hay algo que se deja irremediablemente al partir. No es lo que fue cuando lo tuvimos, sino un ser distinto, cuya identidad le es conferida por el alejamiento de nosotros. Vamos extraviando instantes nunca del todo nuestros, como si reflejáramos el rostro en el agua y el río nos otorgara un nombre diferente en cada fluir. 
Una mañana de verano, el joven emigrante miró las verdes colinas que besa el río Miño, los robledales donde se aquieta el Búbal en largo remanso. Respiró con avidez ese aire ebrio de cosechas y de canciones. Era época de ferias y festividades religiosas, y Galicia olvidaba la crudeza del invierno en la plenitud agraria de su campiña. Pero la decisión paterna era irrevocable, refrendada por las nuevas experiencias del primogénito, Manuel Moure Rodríguez. América aguardaba, al otro extremo del mundo, con el temor y la promesa de inciertas aventuras.
“Airiños, airiños da miña terra, levaime a ela...”. Los versos de Rosalía le hicieron sonreír en el contrapunto de su temprana ilusión. Era una sonrisa esperanzada, a los doce años, cuando los lazos terrestres parecen poco profundos... 
Buscar en América lo que no ofrece Galicia: la huidiza quimera  del éxito, ese sueño que muchos emigrantes lucubraban: “Es tierra de promisión; se puede progresar rápidamente, hacer dinero”. 
Algunos indianos, que venían en breves visitas a sus pueblos natales, hacían tintinear las monedas del “nuevo mundo”. Sus anchos sombreros de pita y el aroma de los habanos eran lúbrica tentación que enajenaba a los jóvenes. Los nombres de Cuba, Caracas, Buenos Aires, Montevideo, Santiago de Chile, eran como claves sonoras de la desbocada fantasía. 
A menudo, aquellos aspavientos ocultaban la dura realidad vivida por millares de emigrantes marcados por el estigma del fracaso. Pero la tierra gallega escatimaba a los suyos cualquier ilusión futura. Era preciso partir... Dejar los montes, los sotos, los arroyos, la casa de piedra que encierra el ámbito secreto del lar, la ternura melancólica de las mujeres gallegas, el sonido de las gaitas: canto y lamento, la melodía del idioma hecho con la brisa de las rías y el murmullo de la lluvia... También abandonar la sombra de la pobreza, que la memoria olvida en la piadosa idealización de la nostalgia. 
En un barco a vapor arribaron a Buenos Aires, con centenares de paisanos descompuestos por el océano y la incertidumbre. La enorme ciudad-puerto, cosmopolita y opulenta, parecía tragarse a los hombres. El emigrante iba a sentirse agobiado por la gris presión de los rascacielos bonaerenses, universo que bullía con un rumor extraño, agresivo y metálico. Pero los gallegos, ya se sabe, suelen adaptarse en cualquier lugar... Y aunque a los padres nunca les abandonara la morriña, la melancólica tristeza de la tierra lejana, él se integraría a la nueva ciudad que miraba, desconfiada y hostil, a esos pájaros migratorios cuyo patético aspecto daba pábulo a aquel dudoso humor que mal disfraza una grosera xenofobia. 
“El crecimiento violento y tumultuoso de Buenos Aires, la llegada de millones de seres humanos esperanzados y su casi invariable frustración, la nostalgia de la patria lejana, la sensación de inseguridad y fragilidad en un mundo que se transforma vertiginosamente, dieron lugar a la desolada metafísica del hombre del Plata” (Ernesto Sábato).  
Después de nueve años en que despuntó la adolescencia y abrió su cauce turbulento la temprana juventud, el afán le llevaría a otro país, aún más remoto, al oeste de Los Andes, que llamaban Chile, en doble sílaba que parecía aludir a algo pequeño y extraño, quizá al canto de un pajarillo que “chiaba”, como se dice en lengua gallega. 
Chile, tierra estrecha e inacabable que aparece en los mapas como enjuto río, el cual, tras las inmensas cumbres de Los Andes, derrama sus verdes valles con un aire rural y provinciano semejante a la añorada Galicia. En aquellos parajes, acunados entre dos cordilleras y montes sin término, el joven emigrante echaría raíces en la nueva patria, como herencia de un flujo de cinco siglos. 
Fue distinto a sus sueños de niño, porque el curso de la existencia va desbrozando sin piedad el juego de la imaginación. Pero aquellas ilusiones, que estaban en simiente, se hicieron carne en otros seres, para asumir esas voces singulares cuyo acento nos revela el gregario secreto, la unidad de lo plural. Y en el lento fluir de lo cotidiano, el gallego descubrió su amor por el nuevo mundo, aunque la añoranza de la remota aldea creciera con el perenne adiós del presente. 
Volver... volver, es anhelo inseparable de la saudade; pisar otra vez el terruño, cruzar el portal de la casa para restituir los extraviados rumores... Y aunque hayan cambiado los senderos y sean otros los huertos antiguos, la casa seguirá acogiendo a los hijos que emigraron; tal vez ella vuelva a reconocer sus estampas en el umbral, donde los parientes asoman sus recios cuerpos surgidos de la tierra con la muda interrogación ante el hijo forastero... Es esa “Casa de loureiro e soño” que describe un hondo poeta lucense, Xulio López Valcárcel, la que nuestro padre Cándido no pudo reencontrar, porque la casa perdida sólo se recupera en la memoria, como un sueño hecho de múltiples sueños. 
Así, cuando estaba cerca de cumplir sus setenta años de vida, viajó a Galicia, acompañado de nuestra madre Fresia. Fue una experiencia afectiva intensa que solo él pudiera haber descrito con propiedad; algo de ello nos comunicó, quizá no mucho, porque el Gallego era más bien parco en la expresión de sus íntimas sensaciones. 
Pero nos quedó muy claro un hecho incontrovertible: el que volvía a pisar las corredoiras de la aldea no era el niño que la abandonó a los doce años; era ahora un indiano, medio nativo, medio extranjero. Y la tribu originaria así le miraba. Sus raíces vitales estaban en Chile: esposa, hijos, nietos y biznietos… y sus muertos amados, padre y madre, sobre todo, como habitantes del último lar de la América del Sur, en Chacra El Olivo.